Por Ricardo Sevilla
“Cuando cargué a André sentí y escuché que me tronaron las dos rodillas. En ese momento, mi historia en el deporte estaba escrita. Pero también mi historia de vida”, me aseguró Canek, el Príncipe Maya, en una conversación que se prolongó durante un par de horas.
André el Gigante medía aproximadamente 2.20 metros y pesaba alrededor de 236 kilos, cuando el luchador tabasqueño Canek lo cargó, para asombro del público, en el Toreo de Cuatro Caminos, aquel 12 de febrero de 1984.
La atmósfera en el coloso de Naucalpan era electrizante. Y se entiende. No era una lucha más; era un auténtico combate entre David y Goliat en el cuadrilátero.
Pese a la abrumadora diferencia de peso (casi 110 kg más), Canek, nacido en Frontera, cabecera del municipio de Centla, logró levantar al Gigante, ejecutando un clutch (movimiento de presión) que llevó al gladiador francés a la lona.
Los registros, hasta ese momento, indicaban que solo Harley Race lo había podido levantar, en 1978.
El combate era por el Campeonato Mundial de Peso Completo de la UWA, lo que añadía una carga simbólica al encuentro: el título que representaba el orgullo de la lucha libre mexicana frente al poderío extranjero.
Hoy, más de cuarenta años después de aquella gesta, las lesiones en las rodillas de Canek prevalecen como auténticas cicatrices de guerra.
Sin duda, aquel triunfo propulsó la carrera de Canek a la escena mundial, marcando un antes y un después en la historia del pancracio mexicano. Y es que la proeza probó su destreza y coraje, y redefinió los límites de lo alcanzable en la lucha libre profesional.
Sin embargo, su victoria traspasó lo meramente anecdótico. Su lucha tiene perspectivas sociológicas que vale la pena analizar.
Y es que Canek no solo cargó al coloso francés. Hizo algo mucho más relevante: de alguna manera, logró encarnar la victoria del ingenio y la técnica mexicana (la agilidad, el tope, el clutch y la fuerza explosiva) sobre el mero poderío y tamaño del luchador extranjero.
Piense usted un poco e imagine la escena en el Toreo: la figura de Canek, orgullo del deporte nacional, enfrentando y levantando a André (el extranjero, el gigante, la representación del poder hegemónico). El solo hecho, nos dicen quienes lo atestiguaron, representó una auténtica catarsis social.
Y es que, en ese sentido, la hazaña de Canek sobre el coloso extranjero también representó la simbólica venganza de un pueblo que históricamente ha padecido la invasión de potencias extranjeras, demostrando, con esta victoria, en el cuadrilátero, que la técnica, el corazón y la garra mexicana pueden más que el tamaño y el músculo bruto.
Permítame contarle una anécdota: Yo, desde niño, vi luchar al Príncipe Maya, en la Arena Apatlaco, un local ubicado al oriente desde la CDMX.
Y déjeme decirle que, desde el principio, sentí que la máscara de Canek, con sus motivos mayas (la imagen de Quetzalcóatl, las grecas), lo conectaba directamente con un pasado prehispánico glorioso y rebelde (como su tocayo, el líder indígena Jacinto Canek).
Pero le digo más: siempre he pensado que en la sociología de la lucha, la máscara no oculta, sino que revela una identidad idealizada. Y casi podríamos decir que, en la lucha libre, los enmascarados son una suerte de guerreros nacionalistas. Y Canek podría ser considerado el príncipe que defiende su tierra.
Creo que no sería una exageración decir que el luchador enmascarado es una suerte de guerrero nacionalista que defiende la tierra sagrada del cuadrilátero.
Canek, el Príncipe Maya, nacido allá donde el río Grijalva se junta con el mar, ya tiene un lugar bien conquistado en el paraninfo de la lucha libre mexicana.


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