Por Ricardo Sevilla
Murió Manzo, el alcalde que quería ser el Bukele mexicano. La espectacularidad del alcalde de Uruapan lo convirtió en blanco fácil de sus verdugos.
Comencemos con hechos y datos duros muy categóricos: desde diciembre de 2024, Carlos Manzo contaba con protección asignada. Y en mayo de este año hubo un refuerzo adicional.
Omar García Harfuch, Secretario de Seguridad y Protección Ciudadana de México, informó que la seguridad inmediata del edil era proporcionada por elementos de la policía municipal, es decir: gente que respondía a la confianza y órdenes directas de Manzo. Él mismo había elegido a sus escoltas.
La Guardia Nacional había asignado 14 elementos para custodiar al presidente municipal de Uruapan. Pero su participación era periférica. En realidad, Manzo dio preferencia a la lealtad personal sobre la estructura de seguridad integrada.
El hecho de que fuera gente de su confianza quien debía protegerlo de un entorno que él mismo recrudeció con su política de abatir criminales no deja de resultar perturbador.
Eso por un lado.
Por otra parte, hay que decir que Manzo decidió cerrarle las puertas a la razón. Y es que su política se propuso abrir fuego contra los delincuentes, utilizando la fuerza letal y “abatirlos”.
Muchas voces le criticaron esa –porfiada– postura centrada en el ataque directo.
Sin embargo, el alcalde de Uruapan era partidario de usar la “mano dura” y se empecinó en capitanear una confrontación abierta con el crimen organizado.
Manzo olvidó que una política criminal eficaz y legítima debe operar dentro del marco legal y de respeto a los derechos humanos.

Amigo de la espectacularidad, Manzo se enfocó en encarcelar, golpear y abatir delincuentes sin abordar las causas subyacentes del crimen: pobreza, desigualdad, desempleo y falta de oportunidades.
Manzo, que tenía bastante de showman, montó una política de seguridad orientada hacia la satisfacción de la demanda social de venganza o justicia inmediata, en lugar de una estrategia de seguridad ciudadana integral. Un espectáculo.
Y esa espectacularidad, en realidad, tenía el fin de desviar la atención de las causas estructurales del crimen (pobreza, desigualdad, falta de oportunidades), que son, en realidad, los verdaderos semilleros de la delincuencia.
Es importante destacar que la represión por sí sola no elimina los factores que motivan a las personas a delinquir. Y es que cuando se abate a un delincuente, si las condiciones sociales y económicas persisten, otro individuo marginado puede ocupar su lugar, creando un ciclo continuo de violencia e inseguridad.
Manzo, infelizmente, ignoró que una política centrada exclusivamente en la fuerza (soltar balazos y meter a la gente a la cárcel) suele generar resentimiento y desconfianza hacia las autoridades.
Vivimos en un Estado de derecho. Y en esta sociedad no cabe ponernos darwinistas y dejar que gane el más fuerte. México no es una selva.
Una política para combatir el crimen debe centrarse en estrategias institucionales y legales. Las acciones extrajudiciales (violaciones del debido proceso, uso excesivo de la fuerza o ejecuciones sumarias) son incompatibles con un Estado de derecho democrático y tienen graves implicaciones éticas y legales.
Cuando el Estado utiliza la fuerza extrajudicial, se convierte en el delincuente más peligroso.
Cualquier “guerra” contra el crimen o contra el narco, enfocada en la represión, no solo fracasa a largo plazo, sino que agudiza la violencia y hace peligrar a la población. Y el asesinato de Carlos Manzo, lamentablemente, es una triste prueba de ello.












