Krasznahorkai y la civilización en declive

Por Ricardo Sevilla

¡Por fin! Después de muchos años, la desprestigiada Academia Sueca ha premiado a la literatura. Ya hacía falta. Después de años de senderos extraviados y torpes decisiones, los atareados –y casi siempre extraviados– jurados de Estocolmo han tratado de redimir su prestigio.

El húngaro László Krasznahorkai, sin ir más lejos, es el Premio Nobel de Literatura 2025.

El fallo de Estocolmo ha sido contundente: le otorgan el premio “por su obra convincente y visionaria que, en medio del terror apocalíptico, reafirma el poder del arte”.

Aciertan esta vez. La obra de Krasznahorkai se levanta como un faro que alumbra y resiste con su luz pétrea ante la densa oscuridad del mercado.

En este caso, no solo se trata de un galardón, es la aclamación a una obra que se niega a la prisa, a un estilo que ha cincelado catedrales de prosa sobre la decadencia del espíritu humano.

Krasznahorkai es, desde hace tiempo, un autor de culto, un profeta apocalíptico.

Su obra, hay que decirlo de una vez, no consuela: expone con belleza espectral las grietas del mundo.

Ayer, en un breve mensaje en su red social de Facebook, el escritor y crítico literario Luis Bugarini apuntaba, con voz profética, que tenía esperanza en que ganaran el Nobel César Aira o László Krasznahorkai.

Su esperanza se convirtió en premonición. Ganó el autor de “Guerra y Guerra”.

Habemos quienes pensamos que la literatura que se escribe desde el fondo de las vísceras es aquella que se atreve a mirar de frente al vacío. Y la obra del húngaro lo hace. Cada uno de sus textos se plantan frente al lector como un espejo melancólico que refleja sus pesadillas y sus miserias, y donde la civilización asiste, con cierto regusto morboso, a su propio declive con una mezcla de horror y tedio.

En una de sus novelas esenciales, Melancolía de la resistencia, asoma la semilla de su universo filosófico: “la razón no era una dolorosa carencia de mundo, sino parte de este, hasta el punto de ser su sombra”.

El camino de Krasznahorkai hacia la “consagración literaria” –cuyo término quizá le merezca una estentórea risotada– no fue el sendero pavimentado. El tipo nació en 1954 en Gyula, al sur de Hungría y, desde muy temprana edad, abrió sus ojos y su desencanto ante el paisaje de una utopía comunista en ruinas, donde los ideales se le desvanecieron en el gris monocromo de la realidad cotidiana.

Su espíritu, esencialmente inconformista, se negó a ser encasillado: abandonó los estudios de Derecho y abrazó la intemperie, trabajando como minero, como vigilante de seguridad. Estas labores, tan distantes del atril desde donde pontifican los académicos que lo han premiado, forjaron un alma que se rebela contra la forma y la convención. Su prosa es un acto de resistencia frente a la simplificación.

Krasznahorkai –digámoslo a fuerza de lugares comunes– es un arquitecto del lenguaje, un constructor de frases e ideas que fluyen como un río caudaloso y sinuoso. Desprecia la tiranía de la frase corta, a la que ha calificado de artificial, porque el pensamiento humano, argumenta, es un torrente indetenible.

De ahí nace su inconfundible sello: un estilo denso, melancólico y luctuoso, donde la puntuación a menudo se disuelve, exigiendo al lector una inmersión total, casi hipnótica. Sus distopías, pobladas por el fin del mundo, son narradas con una ironía sutil y un humor tan negro que roza lo sublime.

Hace diez años, en 2015, la belleza de su terror y su estética mohína fue reconocida, cuando le concedieron el Premio Internacional Man Booker. El jurado de entonces celebró su capacidad de describir la realidad con imágenes a la vez bellas, aterradoras y cómicas.

Sin embargo, el mejor reconocimiento se lo había largado, como a muchos otros grandes de la literatura, la gran Susan Sontag, quien colocó a László en el panteón de los inmortales al compararlo con las visiones oscuras de Gogol y Herman Melville.

Hoy, el Nobel sella esa profecía. Es el triunfo de la lentitud, de la profundidad, del arte que persiste en el rincón más oscuro, reafirmando que la literatura, cuando es verdadera, es la única que tiene el poder de trascender el abismo. O habitarlo.

Hay premios que honran a los autores. Pero definitivamente hay autores que honran a los premios. Y esto último es lo que ha ocurrido al galardonar la obra de László Krasznahorkai.

El Nobel 2025 es el triunfo de la lentitud sobre el fast-food literario. Y nos devuelve, por un momento, la esperanza en las letras.

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