Categoría: Daniel Cervantes

  • Woke: Alessandra Rojo de la Vega

    Woke: Alessandra Rojo de la Vega

    La llegada de Alessandra Rojo de la Vega a la alcaldía Cuauhtémoc no implica un quiebre con las viejas prácticas, sino una especie de reinvención en la forma de verlas. Su éxito en las urnas no es precisamente una victoria del feminismo que nace del pueblo ni de las batallas sociales más esenciales. Más bien, simboliza el triunfo de un progresismo que no se preocupa por las diferencias de clase, uno que simplifica los problemas sociales a meras charlas motivacionales, campañas llamativas y acciones que procuran no incomodar las causas profundas de la inequidad.

    Rojo de la Vega se muestra como una luchadora, una protectora de los derechos femeninos, una madre fuerte y una ciudadana audaz. Sin embargo, su camino recorrido evidencia que su activismo ha servido más para destacar su propia figura que para impulsar un cambio real. En vez de fortalecer la unión para pelear por los derechos, ha fortalecido su propia imagen. Y en vez de cuestionar los intereses económicos o las bases del poder, los maneja con soltura

    Su gestión comenzó con un acto cargado de símbolos: el retiro de las estatuas de Fidel Castro y el Che Guevara. Lo vendió como una victoria “vecinal”, pero no fue más que una operación mediática para deslegitimar cualquier rastro de memoria revolucionaria en el espacio público. “Llévenselas de decoración a sus casas”, dijo, como si la historia pudiera subastarse, como si la política fuera solo una escenografía. Así funciona el woke: se apropia de las formas del disenso, pero elimina su contenido transformador.

    Esta lógica no es nueva, pero sí peligrosa. Bajo la bandera de lo woke, los proyectos neoliberales se pintan de morado, se disfrazan de derechos humanos, se suben al tren del empoderamiento… mientras privatizan servicios, criminalizan la protesta y entregan el espacio urbano al capital inmobiliario. Rojo de la Vega no es una excepción, es un ejemplo paradigmático.

    Su coalición con los partidos de derecha (PAN, PRI y PRD) deja claro que actúa como un engranaje más en el sistema para frenar cualquier transformación real. Lo que realmente propone no es una sociedad más justa, sino un modelo neoliberal maquillado para que parezca menos duro. En sus palabras hay espacio para las mujeres, pero se olvidan de las que trabajan. Habla de derechos, pero no de los que defienden los sindicatos. Se acuerda de las víctimas, pero ignora a los grupos que se organizan desde la gente. Todo tiene cabida, eso sí, siempre que no se ponga en duda cómo está repartido el poder, la riqueza y las clases sociales.

    Porque eso es el woke: un simulacro de progresismo que exalta la diversidad mientras niega la desigualdad; que abraza las causas más mediáticas pero desprecia las más profundas; que se maquilla de justicia, pero actúa con la lógica del mercado.

  • ¿Qué es “clase media” en México hoy?

    ¿Qué es “clase media” en México hoy?

    En el México contemporáneo, decir “clase media” es invocar una ilusión. No tanto una categoría económica precisa, sino un imaginario: el del ascenso, el esfuerzo personal, el éxito posible. En su núcleo, habita el mito meritocrático que ha servido para justificar desigualdades estructurales mientras mantiene encendida la esperanza de movilidad. Pero ¿qué tan reales son esas promesas? ¿Y a quién le sirven?

    Por mucho tiempo, los grupos que se creen de la “clase media” han servido de contención ideológica para el sistema establecido. Con sus sueños de grandeza, su individualismo extremo y su férrea defensa del “mérito”, han adoptado un discurso que los lleva a despreciar a quienes tienen menos y a envidiar a los más afortunados. Tal vez sus sueldos alcancen justo para alquilar un pequeño piso en la Benito Juárez o para vivir ahogados en deudas tratando de mantener ese nivel de vida que creen merecer; al final, lo esencial es aparentar, no necesariamente tener.

    La presentación de la meritocracia — “si sudas la camiseta, alcanzarás tu meta” — es la leyenda fundadora del neoliberalismo. Sin embargo, en México eso cohabita con un estado de las cosas brutal: el 90% de aquellos que surgen de los deciles más bajos no llegan a escapar de esa condición perniciosa. No es que falten talentos o que la gente no se esfuerce, sino que hay una maquinaria social para la construcción de la desigualdad. Bajo ese panorama, la “clase media” es, más que una clase arraigada, un modo inestable, quebradizo, siempre al acecho del camino a la caída.

    Curiosamente, esa misma vulnerabilidad es lo que, en potencia, alimenta los discursos de odio contra los de abajo y de servilismo hacia los de arriba. Por eso vemos el clasismo del día a día, esa manía por no parecerse al “naco”, al “mantenido”, al que le dan ayudas del gobierno. Esa idea equivocada de la clase social se manifiesta en posturas políticas conservadoras: el de clase media está en contra de los programas sociales, aunque nunca ha tenido seguridad social de verdad; vota por los partidos de derecha porque se imagina que, quién sabe, algún día él también vivirá como rico.

    Lo cierto es que la mayoría de esta llamada “clase media” no tiene patrimonio, vive al día, y su estabilidad depende de condiciones laborales cada vez más precarias. No son los herederos del capital, ni los dueños de los medios de producción. Son trabajadores asalariados, profesionistas con títulos que se devalúan, burócratas sobreexigidos, freelancers sin derechos laborales. Son clase trabajadora encubierta por un discurso que les promete lo que el sistema no puede cumplir.

    La transformación que está atravesando o sufriendo México, ha puesto el dedo en la llaga, porque cuando se habla de redistribución, de justicia fiscal, de bienestar colectivo, lo que está presente en los interioridades de los clasemedieros es el temor a perder sus “privilegios” (o sus beneficios), sin percatarse de que esos “privilegios” son migajas. Su indignación es intensa pero está mal canalizada; no contra los monopolios que les exprimen, no contra las élites que han capturado al Estado, sino contra los pobres, contra los “ninis”, contra las personas que reciben los programas sociales.

    Desmontar el mito de la meritocracia es urgente, no como gesto académico, sino como necesidad política. Solo cuando quienes se piensan como “clase media” comprendan que su destino está ligado al de las mayorías trabajadoras, será posible construir una sociedad más justa. Mientras tanto, seguirán siendo carne de cañón para las élites, votando contra sus propios intereses, defendiendo un orden que los oprime, y soñando con un ascenso que nunca llega.

  • La gentrificación no tiene pasaporte

    La gentrificación no tiene pasaporte

    “Es una invitación para que todos los trabajadores remotos del mundo entero vengan a la Ciudad de México a vivir esta ciudad que lo tiene todo”

    – Claudia Sheinbaum en 2022

    En los últimos años, la palabra “gentrificación” ha ganado terreno en las conversaciones públicas de la Ciudad de México, especialmente en colonias como Roma, Condesa, Juárez, San Rafael o Santa María la Ribera. La imagen mediática más recurrente es la del “gringo” recién llegado, con su laptop en una cafetería de especialidad, pagando rentas que duplican lo que un local puede costear. Y aunque es verdad que el auge de los nómadas digitales ha acelerado el proceso, culpar únicamente a los extranjeros es quedarse corto ante una problemática mucho más estructural.

    La gentrificación no es un fenómeno reciente ni importado de los Estados Unidos. Es un proceso urbano realmente global, estrechamente relacionado con la especulación inmobiliaria, la desregulación del mercado de la vivienda, la turistificación, y las decisiones o cómplices de los gobiernos locales, pero, al mismo tiempo, esencialmente un proceso de desplazamiento. Los residentes históricos, que no pueden permitirse las nuevas rentas, nueva vida cotidiana, nuevos servicios o el “movimiento”, a menudo, son desplazados gradualmente en el nombre de “renovación” o “progreso”.

    Reducir la gentrificación a una cuestión de nacionalidad, o en la idea peculiarmente argentina del malvinero, es peligroso y simplista. La cuestión, a mi parecer, reside en una visión de la ciudad que pone la inversión y el consumismo por delante del derecho a habitar, donde el espacio público se vuelve mercancía y la vivienda no es un derecho sino un activo financiero. ¿Quién construyó los edificios de lujo sin consultar a los vecinos? ¿Quién permite que departamentos enteros se renten por Airbnb sin regulación? ¿Quién promueve desarrollos como Reforma 222 o Ciudad Verde en Azcapotzalco como “ejemplos de modernidad”? No fueron los extranjeros: fueron inmobiliarias, autoridades y legisladores nacionales.

    Se puede argumentar que sí, que los recién llegados forman parte del engranaje, pero no son los diseñadores. Algunos ni siquiera saben que están contribuyendo a una cadena de despojo. Están listos para olvidarse del hecho de que se enriquecen con el dinero robado a familias desalojadas como saben poco sobre el sistema, y es poco probable que les importe. Pero, nuevamente, el enfoque no debería dirigirse al individuo que alquila la propiedad de Airbnb en sí. La clave es el sistema que lo ha convertido en una decisión beneficioso desalojar a una familia de una casa para convertirla en una suite turística.

    Y ahí es donde debemos ser críticos con quienes tienen el poder real de frenar o acelerar la gentrificación: los gobiernos que flexibilizan el uso de suelo, que subsidian desarrollos de lujo, que ignoran el crecimiento desordenado, y que prefieren las inversiones extranjeras a garantizar vivienda social. La ciudad que se nos escapa de las manos no es solo una ciudad “invadida” por extranjeros. Es, sobre todo, una ciudad abandonada por quienes deberían protegerla.

  • La oposición sigue igual: sin proyecto, sin pueblo y sin vergüenza

    La oposición sigue igual: sin proyecto, sin pueblo y sin vergüenza

    Después de las elecciones, todo sigue igual. La oposición en México, esa mezcla de intereses empresariales, nostalgias del pasado y oportunismo sin una verdadera ideología, parece no aprender nada. Ya han perdido por tercera vez consecutiva de forma clara, y su respuesta sigue siendo la misma: negar la realidad, encerrarse en su propia burbuja mediática y llamar ignorantes a todos aquellos que no votan como ellos quieren.

    No entienden, o no quieren entender, que el problema no es el INE, ni las “narrativas populistas”, ni el “clientelismo”, ni mucho menos una “dictadura”. El problema es que no tienen proyecto de nación. No tienen una propuesta real de futuro para las mayorías, no hablan de salario, de vivienda, de seguridad, de derechos. Hablan entre ellos, para ellos, desde los mismos foros, con los mismos voceros y con el mismo clasismo de siempre. En sus discursos, México empieza en Polanco y termina en San Pedro Garza García.

    Mientras tanto, los liderazgos de la oposición se reciclan una y otra vez en un espectáculo de decadencia política. Los mismos tipos que endeudaron al país, privatizando el agua, reprimiendo al pueblo o, directamente, vendiendo el patrimonio nacional, hoy se hacen llamar “defensores de la democracia”. La hipocresía no conoce límites, por ejemplo, cuando los que funcionaron en moratoria legislativa ahora exigen “equilibrio de poderes”. ¿Equilibrio de qué? Si siempre que tuvieron mayoría la usaron, ya fuera para proteger privilegios o para blindarse con impunidad.

    El Frente Amplio no fue más que una simulación: un parche ideológico que undió lo que nunca debió juntarse. PRI, PAN y PRD: los responsables del desastre que heredó este gobierno, hoy quieren erigirse como alternativa. Pero la gente no olvida. No olvidan la violencia, la corrupción, la pobreza, el abandono. No olvidan que no olvidan. No olvidan que cuando gobernaban, lo hacían para unos cuantos, y al resto le ofrecían promesas rotas y desprecio.

    Hoy la oposición se limita a impugnar, a judicializar la política, a llorar en medios internacionales. No hay autocrítica, no hay renovación, no hay calle. Siguen creyendo que un grupo de opinadores puede más que millones de votos. Siguen despreciando la conciencia popular, y eso les va a seguir costando derrotas.

    México vive un proceso profundo de transformación. ¿Perfecto? No. Pero sí respaldado por una mayoría que exige justicia, dignidad y un país para todos. Mientras la oposición siga igual, atrapada en su arrogancia, su desconexión y su clasismo, seguirá siendo eso: una nota al pie en la historia de un pueblo que ya despertó.

  • El incendio que amenaza con consumir al mundo: Irán vs. Israel

    El incendio que amenaza con consumir al mundo: Irán vs. Israel

    La historia no se repite, pero rima. La actual escalada bélica entre Irán e Israel va más allá de ser solo una disputa regional; es el inicio de un conflicto que podría arrastrar a las potencias globales hacia una guerra con consecuencias impredecibles. Aunque la tensión entre estos dos países se ha acumulado durante décadas, el momento que vivimos ahora marca un verdadero punto de quiebre. Nunca antes se habían cruzado las líneas rojas de manera tan abierta.

    Desde el 7 de octubre de 2023, cuando Hamás lanzó un ataque sin precedentes contra Israel, la región ha caído en una espiral de violencia que se vuelve cada vez más difícil de controlar. La respuesta de Israel en Gaza fue devastadora, con miles de civiles muertos, y el conflicto se ha extendido hacia el sur del Líbano, Siria, Irak y Yemen. A lo largo de estos meses, Irán ha estado operando en las sombras a través de sus grupos aliados —lo que se conoce como el “Eje de la Resistencia”—, pero las reglas no escritas de la guerra indirecta han comenzado a desdibujarse. El ataque directo con misiles y drones iraníes contra territorio israelí, junto con la respuesta israelí bombardeando objetivos en Isfahán, marcan un nuevo paradigma: el paso de la guerra por delegación a una confrontación directa.

    Este no es únicamente un conflicto en el que se enfrentan dos naciones. La guerra Irán-Israel encapsula una pugna más lejana: la pugna que enfrentan dos visiones geopolíticas del orden de la región. Para Irán, la hegemonía israelí en Oriente Medio – avalada y financiada por Washington – supone una ofensa a su soberanía, además de una amenaza a su influencia. Para Israel, la presencia militar que tiene Irán en sus fronteras – unida a su programa nuclear – representa una amenaza existencial.

    Pero lo que realmente hace peligroso este escenario es la inevitable internacionalización del conflicto. Estados Unidos no puede – ni quiere – mantenerse al margen y ha aumentado su presencia militar en la región. Rusia, por su parte, si bien está distrida por la guerra en Ucrania, sigue con interés cómo se desestabiliza otro frente en el que puede debilitar el poder occidental. China, que ha apostado por una diplomacia económica en Oriente Medio, ve tambalear sus inversiones estratégicas si la región estalla del todo.

    Nos encontramos, por lo tanto, ante una guerra que podría cambiar el orden mundial. No porque lo quiera Irán o Israel, sino porque los hilos de las alianzas, los intereses energéticos, los nacionalismos religiosos y las luchas de poder ya no pueden ser mantenidos al margen. En este sentido, cualquier error de cálculo puede derivar en un gran incendio. Un ataque desproporcionado sobre instalaciones nucleares. Una intervención masiva de EEUU. Un gesto intempestivo de Hezbollah. El margen de maniobra disminuye año tras año.

    La comunidad internacional ha demostrado, por otra parte, una pasividad cómplice. Occidente, con su doble rasero, es capaz de tolerar crímenes de guerra si son producto de su aliado, y publica los de su adversario a una escala de atrocidad; y los organismos multilaterales están, por el contrario, atascados en vetos y luchas de poder. La única salida posible es la diplomática, pero implica algo que hoy en día escasea: voluntad política, empatía humana y visión estratégica.

    El conflicto entre Irán e Israel no es solo el drama de los dos pueblos presos de sus gobiernos y de su historia sino que es el espejo de ese mundo que sigue pensando que se puede resolver el conflicto sólo con fuego. Y si no logramos apagar a tiempo este fuego, puede ser que pronto todos nosotros estemos respirando el humo.

  • La Oposición Paralizada: Reforma Judicial

    La Oposición Paralizada: Reforma Judicial

    La elección judicial fue una respuesta a la podredumbre que había dentro del tercer poder mexicano; realmente poca gente (incluyendo a la derecha) sostenía que existía/existe justicia en nuestro país. Una reforma al poder judicial era necesaria y esto era un posicionamiento común entre ambos lados del espectro político 

    Sin embargo, en lo que consistía dicho cambio era en lo que contrastaban las distintas posturas políticas; es una obviedad que el Partido Acción Nacional no tenia en mente un cambio tan profundo y hacia la dirección que se hizo gracias al gobierno emanado del MOvimiento de REgeneración NAcional.

    Sin embargo, tras la reforma, la oposición no hizo nada, pareciera que se paralizó, su respuesta única fue acusar al partido en el poder de estar encaminando a México en dirección a una dictadura y ya al momento de la elección llamar a no votar, así dejando todo el terreno para el poder en turno.

    Ellos decían hace unos meses que el INE no se toca, que esa institución era democrática e incorruptible, salieron a las calles exigiendo que no se reformara esta institución porque para ellos representaba uno de los grandes pilares de la democracia mexicana; sin embargo, se negaron a acudir a las urnas este primero de junio mientras gritaban que iba a ser una elección fraudulenta (así fuera hecha por el INE) y amañada. 

    La oposición se paralizó, no hizo nada mas que injuriar, sin proponer, dejando que las cosas pasaran mientras ellos hacían gritos histriónicos, cual si fueran Lilly Téllez en el senado. Ellos tenían la posibilidad de proponer y difundir su visión de justicia durante la reforma y no lo hicieron; pudieron haber apoyado a sus candidatos y tampoco se dignaron. 

    La oposición no se movió mas que para descalificar y gritar, sin propuestas ni movimientos estratégicos, fueron un sujeto pasivo mientras sucedía la vida publica de México. Ahora solo queda esperar a que en México nazca una oposición de verdad.

  • Israel y Ucrania: hipocresía y contraste

    Israel y Ucrania: hipocresía y contraste

    Trump llegó a la presidencia de Estados Unidos con la promesa de acabar con la guerra en Ucrania, esto lo hacia no por humanidad ni por los miles de vidas perdidas en las distintas batallas; lo que a el nuevo jefe de Estado le importaba era en realidad los millones de dólares gastados destinados para el armamento y de la nación invadida. Esto se ha hecho explicito en los primeros meses de su presidencia, cuando le ha echado en cara a Volodímir Zelenski las ayudas que recibió del su gobierno antecesor. 

    Donald Trump hizo que su homologo ucraniano comprometiera recursos de su país a cambio de la continuación de ayudas y suministros, amenazó que, de no hacerse un acuerdo, Estados Unidos dejaría sola a Ucrania. Zelenski, acorralado por la falta de alternativas, accedió a renegociar los términos del apoyo militar, aunque a sabiendas de que eso implicaría ceder en frentes estratégicos cruciales. En paralelo, Trump reactivó el diálogo con Rusia, apelando a un pragmatismo geopolítico que enmascaraba una rendición velada de los intereses ucranianos. Moscú, viendo debilitada la voluntad de resistencia occidental, intensificó sus avances en el este ucraniano.

    Mientras tanto, en Medio Oriente, Israel, bajo el nuevo escenario internacional, encontró una vía libre para intensificar sus operaciones militares en Gaza y Cisjordania. La Administración Trump, desinteresada en los derechos humanos o en el equilibrio diplomático, retiró cualquier freno a las acciones del gobierno de Netanyahu. La ONU protestó. Europa se mostró dividida. Pero la Casa Blanca simplemente ignoró las críticas.

    La diferencia entre el apoyo hacia Ucrania y el apoyo incondicional hacia Israel pone en evidencia la hipocresía estructural de la política exterior de Estados Unidos bajo Trump. A Ucrania se le exigían concesiones, compromisos financieros y esfuerzos medibles para continuar recibiendo apoyo, mientras que a Israel se le daba carta blanca, sin condiciones, a pesar de que las cifras de fallecimientos palestinos entre los ciudadanos alcanzaban niveles muy altos.

    Las imágenes de barrios enteros en Gaza reducidos a escombros eran el contrasentido de las reuniones bilaterales entre Trump y Netanyahu, donde intercambiaban los elogios e incluso llegaban a firmar acuerdos en materia armamentista. Amparados en la “seguridad nacional”, Israel recibía armamento de última generación, municiciones y cobertura diplomática mientras que cualquier crítica interna o del exterior era fácilmente tildada de antisemitismo o de traición a los valores occidentales.

    En Washington, las cámaras del Congreso debatían prolongadamente cada paquete de ayuda a Ucrania, pero aprobaban sin titubeos los fondos multimillonarios para Israel. Se hablaba de austeridad con Europa del Este y de generosidad con Medio Oriente, aunque ambas guerras costaban vidas, desplazamientos masivos y profundos traumas colectivos.

    La doble moral no era la primera vez que aparecía; de hecho, se hizo mucho más visible. Trump no estaba reformando la política exterior de EEUU; estaba haciendo una política exterior a partir de transacciones en donde lo único que fungía como criterio para sus decisiones era la rentabilidad que se podía obtener con cada jugada.

    Ucrania, a la vista de la Casa Blanca, era una mala inversión. Israel, en cambio, continuaba siendo la mejor inversión de la pizarra geopolítica.

    En este nuevo orden, las democracias solo valen si son aliadas incondicionales. Las vidas humanas, si no sirven a intereses estratégicos, son simplemente colaterales. Y los derechos, cuando no coinciden con la agenda imperial, se convierten en obstáculos.

  • El gran ¿problema? del metro CDMX

    El gran ¿problema? del metro CDMX

    El Metro de la Ciudad de México (segundo sistema de transporte colectivo más grande del continente americano después del de Nueva York) moviliza diariamente a más de 4 millones de personas. Se trata de la columna vertebral de la movilidad para la clase trabajadora, no solo de la capital, sino también de miles de personas del Estado de México que cruzan a diario la frontera metropolitana para sostener la vida económica de la principal ciudad del país.

    Pese a su importancia estratégica, el servicio que ofrece actualmente el Metro es deficiente. La falta de mantenimiento acumulado a lo largo de los años ha provocado múltiples fallas que afectan directamente la seguridad y la dignidad de los usuarios. Incendios, trenes detenidos por horas, escaleras eléctricas fuera de servicio y filtraciones de agua son parte del panorama cotidiano. Lo más grave es que para millones de trabajadores, el uso del Metro no es una opción, sino una necesidad ineludible. ¡No es aceptable que quienes sostienen esta ciudad viajen en condiciones tan indignas y peligrosas!

    Pero ¿a qué se debe la actual condición del Metro? Una de las razones fundamentales es la dependencia del subsidio público. El boleto cuesta 5 pesos desde 2013, mientras el costo real por pasajero ronda entre los 15 y 17 pesos, de acuerdo con estimaciones recientes. Esta diferencia se cubre con recursos del erario, lo cual ha permitido que el servicio siga siendo accesible para millones, pero también ha generado una presión constante sobre el sistema cuando no se acompaña de un presupuesto suficiente para mantenimiento e inversión.

    Esta problemática cobra una mayor relevancia cuando es objeto de un presupuesto que ha tenido un nivel de inversión insuficiente o que incluso en los años anteriores se ha visto recortado. Si bien en 2023 y 2024 hubo incrementos nominales, estos han seguido el deterioro acumulado y también han ido en consonancia con el crecimiento de la demanda, que en este último año se estima en un 7-8%. 

    En 2025, el presupuesto aprobado fue de aproximadamente 22 mil millones de pesos, cifra baja si la dimensionamos pensando en la magnitud del sistema y sus necesidades más imperiosas. El ciclo de inversión sistemático en aspectos que van más allá de los de modernización, de seguridad o de mantenimiento, permitirá que un servicio fundamental en la metrópoli más grande del país no colapse lentamente.

    Es importante aclarar que el subsidio y la no rentabilidad del Metro no son excusa para justificar sus condiciones actuales. Algunos librecambistas (neoliberales) podrían argumentar que esto se debe a la falta de competencia y a que se mantiene un “monopolio” estatal ineficiente. Sin embargo, en áreas clave es necesaria la intervención del Estado para garantizar derechos y dinamizar la economía. Así lo reconoce incluso el “padre del capitalismo” y uno de los principales defensores del libre mercado, Adam Smith, en su obra magna La riqueza de las naciones.

    “El deber del soberano consiste en erigir y mantener aquellas obras públicas e instituciones que, aunque puedan ser de gran ventaja para una sociedad, no serían emprendidas por ningún individuo o pequeño número de individuos, porque el beneficio no compensaría el gasto que cada individuo debería hacer.”

    Debe ser prioritario para el Estado el mantenimiento del sistema de transporte público; es necesario hacer visible la dignificación del trabajador incluso en su recorrido hacia el área de trabajo. No puede normalizarse la condición en la que actualmente se encuentra el Metro. El argumento de la falta de presupuesto es una falta de respeto si consideramos que los principales beneficiarios de este sistema son los grandes empresarios, quienes instalan sus centros de trabajo lejos de donde habita su fuerza laboral —vista por ellos como mera mercancía que crea mercancía.

    ¡Y son esos mismos empresarios los principales defensores de eliminar el subsidio, para que el Metro le cueste al trabajador su valor real! ¡Son ellos, los grandes capitales, quienes buscan la privatización del Metro mientras siguen pagando miserias a sus empleados!

    Ante esta situación, es urgente visibilizar el Metro como un derecho, y no como un privilegio que se subordina a la capacidad de pago del usuario. La defensa del transporte público debe ser una causa de toda la clase trabajadora, no porque lo utilice, sino porque en él se expresa la contienda por el sentido mismo que debe tener el Estado si va a servir al pueblo o va a continuar subordinado a los intereses del capital. Privatizar el metro, incrementar sus tarifas ante cada desembolso, continuar su desmantelamiento por no asignarle los recursos suficientes no son salidas inexorables sino decisiones políticas. Y como tales pueden y tienen que deconstruirse desde la organización, la exigencia social y la voluntad del pueblo.

    Afortunadamente, también se han realizado esfuerzos para recuperar y mejorar el sistema. Un claro ejemplo de esto es la renovación de la Línea 1 del Metro, que inició en 2020 y se prevé termine este año. 

    La rehabilitación consiste en el primer paso en la dirección de la modernización de la infraestructura con los trenes nuevos, con la renovación de las vías y la modernización de la señalización, pero dicho esfuerzo no debe asumir la condición de solución definitiva sino que más bien debe entenderse como una respuesta parcial a la crisis que invita a diseñar un compromiso estructural y de continuidad con la recuperación del Metro, ya que no puede ir ligada a proyectos puntuales o de reformas radicales del tejido de la asignación.

    Sin embargo, también hemos visto retrocesos clave como la designación de Adrián Ruvalcaba en la dirección del metro. 

    La elección de Rubalcava como director del Metro no solo pone en evidencia una falta de visión técnica, también nos muestra la corrupción que prevalece en las esferas más altas del poder. Rubalcava, un político sensible -por así decirlo- que no solo ha tenido un recorrido administrativo tortuoso, sino que ha estado envuelto en acusaciones de corrupción cuando fue alcalde de Cuajimalpa, es un ejemplo más que el sistema político mexicano sigue premiando a aquellos que están más cerca del poder, sin importar su capacidad para gestionar la provisión de servicios públicos imprescindibles. Este nombramiento parece más una cuota política que una decisión basada en la experiencia y competencia técnica que requiere la dirección del Metro.

    Este tipo de designaciones no solo son un retroceso para la mejora del Metro, sino que refuerzan la percepción de que las prioridades del gobierno siguen estando más alineadas con el clientelismo y el reparto de favores políticos que con el bienestar de los ciudadanos. Al elegir a Rubalcava, que ha sido parte de las estructuras políticas tradicionales, se envía el mensaje de que el sistema de transporte, vital para millones de trabajadores, sigue siendo tratado como un botín político. Esto no solo es un mal precedente para la transparencia y la eficiencia en la administración pública, sino que también pone en peligro las expectativas de una verdadera transformación del Metro, que sigue sumido en la inestabilidad y el abandono.

    La situación del Metro de la Ciudad de México pone de manifiesto un gran desajuste entre la importancia social del servicio y la atención que ha recibido por parte de las autoridades. Este sistema, que diariamente mueve a millones de trabajadores, está al borde del colapso por la falta de inversión, el mantenimiento inadecuado y la ausencia de una visión estratégica a largo plazo. Aunque iniciativas como la rehabilitación de la Línea 1 son un paso en la dirección correcta, son simplemente insuficientes ante una crisis estructural que demanda un compromiso real con el servicio público y un cambio de enfoque en la gestión del transporte colectivo.

    Es imperativo que el Metro sea tratado como un derecho fundamental de la población, no como un servicio subordinado a intereses políticos o económicos. La privatización y la eliminación del subsidio no son respuestas viables; por el contrario, debemos exigir una mayor inversión, transparencia y un enfoque centrado en las necesidades de los usuarios, quienes son la verdadera columna vertebral de esta ciudad.

  • Ser librecambista en 2025

    Ser librecambista en 2025

    El problema no es el mercado por sí mismo y el intercambio, el comercio, la compraventa voluntaria entre individuos o entre comunidades ha existido mucho antes del capitalismo; incluso ha llegado a ser en algunas etapas de la historia un factor que ha permitido el desarrollo de las fuerzas productivas, la innovación técnica o la cooperación incluso. El verdadero problema empieza cuando se le otorgan, ya un nivel de cualidades casi divinas… cuando se le considera dogma, orden natural indiscutido, medida última del valor y la justicia.

    Los inicios del liberalismo económico provienen del siglo XVIII, y algunos de sus autores, como por ejemplo Adam Smith (quien encontraba en el libre comercio un camino hacia la prosperidad general) son quienes lo eligen a partir de una disertación con relación a los monopolios feudales, y a las obstrucciones mercantilistas, que constituían la causa que mermaba tal prosperidad. El liberalismo clásico se plantea a partir de una concepción de libertad que no niega el hecho de existir de un Estado, sino que lo limita a las funciones que podrían considerarse como esenciales (defensa, justicia, algunas obras públicas). Aquella propuesta, por tanto, podría considerarse que suponía una mejoría con relación a sistemas más cerrados y autoritarios.

    Sin embargo, la evolución del capitalismo no se detuvo allí. En el siglo XX, frente a las crisis cíclicas del sistema, surgieron formas de regulación estatal que trataron de equilibrar el crecimiento económico con derechos sociales: el Estado de bienestar fue una de ellas. Pero desde los años ochenta, con figuras como Margaret Thatcher y Ronald Reagan, una nueva ola de pensamiento (el neoliberalismo) tomó fuerza. Esta vez, no solo se trató de confiar en el mercado, sino de someter todo a su lógica: salud, educación, vivienda, agua, energía, trabajo. Privatizar, desregular, flexibilizar. El Estado pasó de ser un árbitro para convertirse en un socio menor del gran capital.

    Hoy, en 2025, ser librecambista no es una postura inocente. No es la defensa de la libertad frente al autoritarismo, ni una apuesta por la eficiencia frente al despilfarro. Es, en la mayoría de los casos, una máscara ideológica para justificar privilegios, evasión fiscal, despojo, precarización y una brutal desigualdad. Es una forma elegante de defender que unos pocos tengan todo y muchos no tengan nada, en nombre de una supuesta racionalidad económica.

    Reivindicar al mercado como herramienta está bien. Pero fetichizarlo, ponerlo por encima de la vida, de los derechos y de la dignidad, es no haber aprendido nada del siglo XX. En tiempos donde la humanidad enfrenta desafíos comunes que deben ser enfrentados de forma colectiva, ser librecambista es un acto egoísta.

    Ser librecambista en 2025 no es rebelde ni moderno: es, en muchos sentidos, una forma de neocolonialismo encubierto.

  • El clasismo también vota

    El clasismo también vota

    Apenas se planteó que el pueblo podría elegir a jueces y ministros por voto popular, la élite puso el grito en el cielo. Decían que se acabaría la democracia, que habrá autoritarismo, “la gente no sabe”. Pero lo que realmente les espanta no es la reforma en sí, sino la posibilidad de perder el control del aparato judicial que siempre ha sido su trinchera.

    Tras la retórica de la defensa de la República, también se esconde el miedo al cambio. No temen un ámbito judicial que pueda llegar a ser peor; sí temen uno que puede no ser ya el suyo. Porque, en efecto, durante más de una década el Poder Judicial fue su refugio; donde se cobijan, donde aquí frenan reformas populares, donde aquí se disfrazan de legalidad todos sus privilegios.

    Impunidad es la palabra que mejor define al viejo Poder Judicial. Ministros que liberan a criminales de cuello blanco, jueces que bloquean derechos laborales, magistrados que protegen a empresarios y políticos corruptos. ¿Y ahora resulta que les indigna que la gente quiera elegirlos? No es indignación democrática, es puro clasismo con toga.

    Tantos años proclamando que la justicia debe estar “alejada de la política”, pero es un “alejada del pueblo” lo que realmente reclaman. No quieren que una trabajadora decida sobre un juez, pero sí que un juez decida sobre su salario, su sindicato o su pensión. Quieren justicia técnica, sí, pero solamente cuando les interesa. Esa doble moral ha quedado evidenciada desde el momento del anuncio de la reforma. Dicen que el pueblo no tiene formación, pero callan de frente a un ministro que cobra más que el presidente. Hablan de independencia, pero no mencionan los vínculos con despachos de abogados privados, empresas, o partidos de la derecha. Lo que les duele es perder poder.

    Antes elegían a dedo. Hoy podrían ser electos por el voto. Esa es la gran diferencia. Y no es menor: significa que los jueces le deben su cargo al pueblo, no a la cúpula. Significa que la justicia se construye desde abajo, con legitimidad, y no desde los pactos de arriba.

    Ellos lo disfrazan de preocupación por la técnica, por la razón, por la República; pero el verdadero miedo es que los que esta vez están por debajo dejen de acatar sentencias que no les representan y dicten las normas de la competición. Ojalá se entienda bien: esto no va de populismo, va de justicia. Va de romper con la herencia de un Poder Judicial que siempre ha sido un poder de los poderosos. Y si el pueblo decide cambiarlo, en todo caso no será un paso atrás en el proceso democrático, será por fin el comienzo de la auténtica justicia popular.