Categoría: Miguel Martín

  • El bello arte de no llamar a las cosas por su nombre [Parte 1]

    El bello arte de no llamar a las cosas por su nombre [Parte 1]

    Es muy complejo y apasionante el mundo de la semántica, esa subcategoría de la gramática que estudia los significados. Si nos ponemos a reflexionar un poco al respecto, habrá que empezar diciendo que el significado lo construimos los hablantes con el uso mismo de la lengua. Queda descartada la hipótesis, muy popular entre ciertos sectores de la población, de que primero se publican las reglas por parte de la Real Academia y luego debemos salir a acatarlas.

    Sin embargo, muchas veces se analiza la lengua circunscribiendo sus fenómenos solamente al ámbito de la cotidianidad, lo cual, aún más en esta era digital, resulta ser un enfoque cuanto menos limitado. Incluso, en el área de la lingüística, las únicas parcelas donde tangencialmente entran en juego los medios masivos de comunicación son el análisis del discurso y la semiótica. Por ello, hay que empezar por decir que las categorías de la ciencia política que se manejaban hasta hace unos años en México no provenían propiamente de fuentes académicas, sino de los propios medios corporativos, que a su vez fueron instruidos por el PRI hegemónico y el PAN, que durante dos sexenios le cuidó el changarro.

    El PRI, antes PNR, fundado formalmente en 1929 tomando al partido Bolchevique como modelo y enarbolando la bandera de la revolución mexicana (lo que sea que eso signifique a estas alturas).  Debido a su raigambre y a ideólogos de la altura de Madero y los hermanos Flores Magón, así como a las caudillescas figuras de Villa y Zapata, el PRI se definió desde sus inicios como una importante fuerza de izquierda, equiparable en prominencia con lo que para Sudamérica fue en su momento la gesta libertadora de Simón Bolívar. Justo antes de fundarse, pero con la estructura ya definida, el PNR evidenció los mismos vicios del partido que le sirvió de modelo. Durante los años 20 se gestó el Maximato. Calles detentó el poder incluso haciendo mártir al llamado último caudillo de la revolución, por lo que, el asesinato de Obregón en julio de 1928, ejecutado por la ultraderecha, pero, según diversas fuentes, planeado por el propio Calles; le sirvió bastante bien para evidenciar a los grupos de extrema derecha que poco a poco iban tomando fuerza en el bajío y occidente del país, y que, después de la guerra cristera en 1929, fundaron movimientos como el sinarquismo, el yunque y los tecos. Sin embargo, el daño estaba hecho, y, por increíble que parezca, el PRI dejó claro que la izquierda era el camino y que la derecha era intransigente y hasta asesina si no nos andábamos con cuidado.

    Pero si el PNR quería distinguirse inequívocamente como una fuerza de izquierda que privilegiara el Estado benefactor, para ello llega mi general Lázaro Cárdenas en 1934, que funda instituciones que aún día siguen siendo esenciales, como el IMSS y el IPN. Implementa una genuina educación socialista que se refleja en los libros de texto de su época, donde las situaciones irreales se cambiaron por escenarios rurales en que los hijos de padres obreros y campesinos podían perfectamente ligar su realidad inmediata con el aprendizaje de las escuelas públicas. La puntilla para los grupos ultraconservadores fue la gloriosa expropiación petrolera en marzo de 1938.

    Dolidos por no haber logrado realmente nada en la guerra cristera y ofendidos por el despojo del energético más preciado de la región, los grupos ultraconservadores fundan el PAN en 1938, integrado por “próceres” simpatizantes de Hitler como Manuel Gómez Morín, Efraín Gómez Huerta o Luis Calderón Vega (padre del más célebre consumidor de Bacardí), quienes ponían de manifiesto su ideario a través de la revista La Reacción; el panfleto pro nazi mexicano que nadie pidió. La figura de Cárdenas y el comunismo a nivel internaciona, así como la defensa de la religión católica y otras banderas menos halagüeñas, como la eugenesia, fueron los motores para aglutinar a los sectores conservadores en torno de un partido que previamente funcionaba como la asociación civil llamada Acción Católica, pero que, con el paso de las décadas y las pifias del PRI en lo que a congruencia se refiere, los harían afianzar la noción de que su principal bandera era la “democracia”.

    Entra Manuel Ávila Camacho en 1940 y tiene la desgracia de verse obligado al mandato del Washington en plena Segunda Guerra Mundial. Ya desde 1938, el partido se llamaba PRM (Partido de la Revolución Mexicana), pero este nombre perdió toda significación cuando, por mandato del Roosevelt menos popular de la historia de los Estados Unidos, tuvo que cuadrarse y abandonar toda intención de ser un modelo de Estado benefactor para simplemente pasar a ser una nación aliada, pero con estatus de honorífica. No solo hubo que mandar a la guerra a tirar bombas y a hacer labores de reconocimiento al célebre Escuadrón 201, sino que las políticas de educación, economía y diplomacia, se tuvieron que ceñir a lo que la nación del norte dispusiera. Incluso, ante la despoblación de los puestos de trabajo, se creó el programa Bracero en 1942, que permitió la entrada de miles de trabajadores mexicanos para contribuir con labores productivas en territorio estadounidense, lo cual, a su vez a nivel de la cultura popular creó todo un imaginario que se ve reflejado en la música de Eulalio González, mejor conocido como El Piporro, quien, hasta su muerte en 2003, siguió rememorando la gesta de quienes cruzaron el Río Bravo para ponerse en contacto con la cultura anglosajona en aras de mejorar el porvenir de sus familias.

    Por esta semana aquí le dejamos. En la próxima entrega explicarmos el contexto dentro del cual el PRIAN, que hasta donde hemos analizado, no existe como tal, abolió, en aras de un discurso anodino y muy cómodo para los poderes fácticos los conceptos de izquierda y derecha. Hasta entonces, feliz semana. Cada vez está más cerca la toma de posesión de Claudia Sheinbaum y el último grito de independencia de Andrés Manuel López Obrador, con las respectivas lágrimas que ambos eventos conllevan.

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  • Suave transición

    Suave transición

    Agoreros, catastrofistas, señoras de rosario en mano, señoras de piel blanca, playera rosa y lentes oscuros enmarcando un gesto de furia, empresarios cínicos, comediantes con ínfulas de intelectuales, intelectuales muy amigos de la cámara y de los gobernantes antiguos, trolls sin rostro en redes sociales elitistas, snobs clasistas, periodistas trajeados, influencers ignorantes, clasemedieros que insultan a través de shorts y reels, aspiracionistas que consideran a México inferior con respecto a Estados Unidos y Europa, cínicos y despolitizados trabajadores del Estado.

    Son suficientes para abultar un párrafo, pero totalmente insuficientes para ganar una elección. Una vez más se comprueba que un grupúsculo con mucho dinero es capaz de invertir millones en hacer ruido mediático y tener una presencia invasiva en redes sociales, sí, pero eso no es suficiente para determinar la intención de voto del grueso de la población, sobre todo de los menos favorecidos, quienes finalmente pueden constatar que las promesas de un gobernante no son vacías, abstractas y lejanas, sino que se traducen en una mejora sustancial en su calidad de vida.

    Queda muy poca gente viva que haya experimentado el gobierno de Lázaro Cárdenas, el escenario es prácticamente inédito. Y cabe señalar que, en ese momento, todo el sistema se encargó de que “no se repitiera el error”, pues el PRI se cuadró ante los designios de Washington a partir de la Segunda Guerra Mundial, y aparte, los reaccionarios enojados con las políticas de corte social fundaron el PAN en 1939 para asegurarse de hacer verdadera presión política en favor de sus causas.

    Es cierto que ni Morena ni AMLO inventaron los ahora tan mencionados programas sociales. Sin embargo, hay enormes diferencias. Cuando gobernaban el PRI o el PAN, los programas sociales eran discrecionales, se entregaban de una manera desorganizada y aleatoria, toda vez que el presupuesto realmente no alcanzaba para distribuirlos entre todo el espectro poblacional que realmente lo necesitaba, de manera que su ejecución era simbólica y solo para salir en la foto. La ejecución de los programas a nivel territorial estaba a cargo de auténticos coyotes que podían vender despensas o incluso desayunos escolares por la cantidad que ellos quisieran, así como otorgárselos solo a sus conocidos. Estos coyotes eran igualmente los encomendados por esferas más altas para juntar gente en las barriadas o zonas rurales para llenar camiones de personas que asistían a mítines cuyos protagonistas y contenido les eran totalmente desconocidos y nada relevantes. Asimismo, estos programas sociales eran finitos, o bien, cambiaban de nombre para convertirse en moneda de cambio, digo, promesa de campaña del siguiente candidato.

    Ahora, los programas sociales, esos que peyorativamente son llamados “dádivas” que “compran voluntades”, ayudan a que el que no comía pueda hacerlo, el que vivía una vejez decadente ahora lo haga con dignidad o el que no podía estudiar estudie. Es algo muy sencillo. Y, de hecho, para eso se crearon las instituciones y la democracia en general. El problema es que, con el aparato mediático cargado hacia las élites, se engañaba a buena parte de la población y a otra tanta se le disuadía haciéndole pensar que su opinión no cambiaría nada. Una de las muestras más genuinas de que este régimen es diferente es la prevalencia de los programas sociales sin importar el cambio de gobernante, así como su ascenso a rango constitucional, es decir; ahora los programas sociales son leyes que se deben cumplir y respetar. La totalidad de los personajes mencionados en el primer párrafo de este texto se la pasaron durante cinco años y medio despotricando en contra de los programas sociales, mientras que, irrisoriamente y por mandato del equipo de campaña de la fallida Xóchitl Gálvez, tuvieron que pasarse -de mala gana- cerca de medio año diciendo que respetaban los programas sociales y que Gálvez garantizaba que de ganar ella se mantendrían. El resultado lo conocemos todos.

    La tranquilidad que impera en el ánimo colectivo, emanada de la certidumbre de haber elegido correctamente, configura un escenario igualmente inédito. Para empezar, el periodo de transición es mucho menor a los anteriores, ya que se llevaba a cabo la elección en verano, pero el ungido tomaba posesión hasta el 1 de diciembre. La transición entre Peña y AMLO estuvo marcada por la prominencia de la figura de este último, en concordancia con la cantidad abrumadora de votos que recibió, mientras que, para el caso de Peña, su figura fue teniendo cada vez menor notoriedad hasta casi diluirse. Hay que recordar que veníamos de sexenios en que las apariciones de la figura presidencial eran esporádicas y su relación con la ciudadanía era entre limitada y nula. Esto igualmente estuvo marcado por el periodo en que las personas se comenzaron a emancipar de los contenidos televisivos, por lo que desconocer a Peña era parte de reconocer el error de haber votado por una candidatura construida más que nunca en los medios y con base en elementos de marketing, más que de genuina política.

    La no intromisión de un expresidente en los asuntos de gobiernos subsecuentes era un pacto no hablado que se solía cumplir a cabalidad. Sin embargo, este pacto fue pisoteado por los dos cínicos expresidentes panistas: Fox y Calderón, quienes, bajo el argumento del “amor a México” -asqueroso eslogan reaccionario, si se me permite- trataron de hacer campaña en contra de AMLO y recientemente en contra de Claudia Sheinbaum. Pero pese al empeño que parecen poner, sus alcances son solo de nicho, pues fuera de la red social X, donde se dan cita la crema y nata de las élites misantrópicas y donde son celebradas sus intervenciones; para la mayoría de los mexicanos, duermen ya el sueño de los injustos.

    AMLO está allanando el camino de Claudia Sheinbaum de una manera inusitada. Sin perder protagonismo, pero también instruyendo al pueblo para no dejar sola a la futura presidenta. Muchos comentócratas avizoraban rupturas y otros tantos un maximato. Sin embargo, los acontecimientos se van dando de tal manera que todas esas aseveraciones van quedando en simples infundios motivados por el ardor. Debe ser sumamente doloroso atestiguar la caída de un régimen que les dio a ganar tanto dinero y los encumbró en el prestigio, ese que hoy arrastran o del que incluso adolecen.

    Era un lugar común, generalmente en sentido negativo, el afirmar que un pueblo siempre tiene a los gobernantes que se merece. Pues ahora esa frase cobra sentido, pero esta vez de manera positiva. La población mexicana desoyó al aparato mediático, se politizó, abrazó el pensamiento comunitario, puso en perspectiva histórica los acontecimientos que vivimos actualmente y se mantiene informada y con la capacidad de exigir a sus gobernantes elegidos democráticamente que cumplan lo prometido y que no traicionen sus principios.

    Confío en que este sexenio sea incluso mejor en todos los sentidos, y creo que están en la misma postura otros 35.9 millones de mexicanos. Todos nosotros, haciendo eco al eslogan de la coalición ganadora, seguiremos haciendo historia.

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  • El segundo piso

    El segundo piso

    Los cambios sociales suelen ser analizados a posteriori en libros de historia, y siempre se señala que fueron procesos de muchos años; en algunos casos décadas o hasta siglos. Sin embargo, el abandono de los medios corporativos, la normalización de la política como tema cotidiano de discusión, así como el ansia irrefrenable de buscar información y conocer el panorama histórico que nos trajo hasta aquí, constituyen, junto con el trabajo de Andrés Manuel López Obrador como líder social y presidente; lo que denominamos como cuarta transformación. Las transformaciones anteriores fueron la independencia, la reforma y la revolución. Hay que decir que jamás se había involucrado tanta gente en un proceso como éste.

    La irrupción de AMLO con su “fuera máscaras” permitió que mucha gente cayera en consciencia de lo importante que es tomar partido en una ideología, y que no estaban los tiempos para tibiezas ni cómodas neutralidades. Y resulta que, al ser México un país latinoamericano de pasado colonial y población mayormente pauperizada, llegado el momento de elegir, y con los suficientes elementos a la mano gracias a las redes sociales, la mayoría se inclinó hacia la izquierda.

    Y por supuesto que, como en toda democracia, también hubo quienes prefirieron optar por la derecha, aunque no estén tan conscientes de ello. Ya se dijo que el movimiento obradorista está integrado por personas que buscamos y compartimos grandes cantidades de información con perspectiva histórica. Sin embargo, los ciudadanos que en esta elección han votado por Xóchitl Gálvez, lo han hecho habiendo abrevado en los medios corporativos y motivados por el odio hacia AMLO que les infundió la industria cultural durante años. Todas las parodias, imitaciones burdas, alusiones y francos insultos a la figura del hoy presidente, tienen aún a mucha gente pensando que se trata de un personaje maligno y perjudicial.

    Las derechas en el mundo comienzan a asentarse cada vez más y a articularse en torno a lo que ellos llaman “la batalla cultural”, para combatir a todos los males que “el comunismo” trae consigo. Algunos de ellos se denominan “libertarios” y su buque insignia en la actualidad es Javier Milei, que en un desliz del electorado argentino, ha llegado al poder. En México tenemos a Lilly Téllez, Eduardo Verástegui, Giancarlo Portillo, Raúl Tortolero y algunos otros de menor relevancia. Algunos relacionados con el PAN y otros demasiado radicales para el partido de origen católico. Sin embargo, y aunque articulen movimientos bastante visibles en redes sociales, no corren buenos tiempos para ellos en México. La abrumadora mayoría de izquierdistas o “zurdos de mierda”, como ellos nos llaman, los tenemos bastante acotados y aún sin acceso real al poder.

    Claudia Sheinbaum llega a esta jornada habiéndose ganado el cariño, la confianza y el respeto de la mayoría de los mexicanos, y eso ha quedado demostrado en las urnas. Seis años de clasismo, racismo, burla y menosprecio no hicieron mella en el ánimo popular. Ese grupúsculo de gente cuya naturaleza es el odio se disgregará para volverse a juntar en el próximo periodo electoral. Muchos de ellos, que solo se han politizado de forma transitoria, volverán de lleno a la frivolidad diciéndose decepcionados de la política.

    El trabajo de Claudia Sheinbaum no será ya de convencimiento como lo fue el de AMLO. Sus retos son de carácter, sobre todo, legislativo. Hay que inscribir en la constitución más programas sociales y lograr las reformas energética, judicial y electoral, aunque si se puede también la laboral, mucho mejor. El sello de los gobiernos de derecha no está solo en el ejercicio diario del poder, sino en el paulatino cambio de identidad que hacen de la constitución para beneficio de los poderes fácticos.

    Las palabras con las que Claudia se dirigió a las mujeres en su cierre de campaña fueron muy contundentes y aún me enchinan la piel cuando las recuerdo: «llegamos juntas». El tamaño de líder social que tenemos dio para allanar el camino de las mujeres hacia el poder en un país que cada vez más deja a un lado el machismo que lo caracterizaba. Que se a tiempo de mujeres y que lo hagan muy bien.

    Estamos construyendo el segundo piso de la cuarta transformación de manera formal. Probablemente algunos no ascenderemos a él directamente, pero sí nuestros hijos y nietos, que gozarán de la prosperidad compartida y de derechos laborales que generaciones como la mía perdieron por estar embobados en la televisión. Estamos resarciendo los errores del pasado y haciendo honor a todos los que lucharon antes que nosotros.

    El 1 de octubre iniciará una era de la que afortunadamente podremos reponernos en lo sentimental, porque tenemos a Claudia, tenemos una lideresa con los objetivos claros, la inteligencia y la bondad que cualquiera de nosotros pondría al servicio del pueblo si estuviera en su lugar.

    Ha sido un honor estar con Obrador, y probablemente en el corazón siempre lo estaremos. Y ahora, por supuesto que será un honor estar contigo, Claudia, mi querida presidenta.

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  • La recta final

    La recta final

    Hace seis años, quienes por mucho tiempo pugnamos con esperanza por el progresismo, nos maravillamos con la irrupción de las masas, otrora aletargadas por la cultura televisiva y ahora politizadas y conscientes de que nuestro país necesitaba aun cambio definitivo. Y cual si fuéramos un país europeo, de esos donde la gente vive en civilidad, pero a la vez no se guarda nada cuando de discutir se trata por el grado de información que manejan; nos convertimos en punta de lanza para Latinoamérica como sociedad. Se desató una auténtica batalla cultural y una lucha de clases que no llega a ser encarnizada, pero que se vive de manera muy intensa en redes sociales y en cualquier espacio de la cotidianidad donde haya cabida para el debate, que, afortunadamente, cada vez es más frecuente.

    Puede que algunos no lo recuerden y otros tantos no estén conscientes de ello, pero cuando la derecha y sus partidarios -de los cuales pocos están dispuestos a asumirse como derecha- hablan de que AMLO polarizó o dividió al país, admiten que les gustaba más aquel antiguo estatu quo en que el desconocimiento, la ignorancia y el desinterés por la política como una postura que supuestamente daba prestigio social, pues para ellos era un escenario idílico. Preferirían que los temas de discusión giraran en torno a las tendencias del entretenimiento provisto por las grandes televisoras; los reality shows, el fútbol, las telenovelas y alguno que otro escándalo de corrupción intencionalmente visibilizado para que las audiencias afianzaran su creencia implantada por el mismo sistema de manera muy conveniente: todos los políticos son iguales, todos roban, la política es para los políticos, solo prometen y no cumplen, etc.

    Como trabajador del Estado, reflexionaba con una compañera hace unos días sobre estos temas, pero sobre todo me preguntaba por qué los fondos de retiro de los trabajadores se encuentran en manos de privados, ahora que estuvieron las famosas Afores en la discusión pública. Concretamente me planteó esa pregunta y yo le respondí que eso se debe a dos factores: el primero es que teníamos gobiernos que en todo momento hacían lo posible por escatimarles a las clases populares derechos que derivaran en “gasto excesivo”, y si se podía llevar esto hacia las arcas de los empresarios, qué mejor. El segundo es que éramos una sociedad aletargada por la cultura televisiva y que concretamente, cuando la iniciativa en cuestión se votó en el Congreso, estábamos despreocupados viendo las nominaciones de Big Brother.

    Uno de los cambios más importantes que hemos experimentado es precisamente que ahora el pueblo está al tanto de las iniciativas de ley que se votan en el Congreso. El sistema estaba diseñado de tal forma que si una persona en el entorno familiar, laboral o de amistades emitía algún comentario sobre las iniciativas votadas, sobre la clandestinidad y el ocultamiento de los medios de la aprobación de iniciativas lesivas para el pueblo; se le estigmatizara y se le dijera amargado, rojillo, paranoico, conspiranoico, huevón, argüendero y demás adjetivos, muchos de ellos provenientes de la propia televisión, donde se caricaturizaba a personajes disidentes y se hacía énfasis en características negativas. La llamada división y polarización que acusa la derecha consiste básicamente en pensar que todos éramos hermanitos y estábamos muy felices antes de estar politizados. Solo por dar un dato sobre cuánto hemos cambiado como sociedad, en la votación por la reforma energética, en abril de 2022 nos congregamos más de 2000 personas afuera del recinto de San Lázaro para estar pendientes del resultado. Asimismo, hubo coberturas de medios independientes y la gente los sintonizó por iniciativa propia. El resultado no acompañó debido a que no se contaba con mayoría calificada, y esto no derivó en disturbios ni nada parecido, de manera que incluso, en nuestra evolución acelerada nos saltamos la etapa de violencia que a veces ha sido necesaria en otras revoluciones modernas. La nuestra es pacífica, pero avanza sin retrocesos.

    Sin embargo, aunque una gran parte de la población se ha politizado, ya sea hacia la izquierda o hacia la derecha, sigue existiendo un espectro muy amplio de personas que dicen «yo no voy a votar». Ya de entrada, el escuchar de viva voz esa frase es realmente escalofriante. Los argumentos de quienes tienen la osadía de declarar tal despropósito -porque realmente en estos tiempos, tener una postura tan irresponsable resulta oneroso- están motivados por el atraso. Algunos aún están en el esquema de entretenimiento televisivo o simplemente se adaptaron al nuevo esquema del entretenimiento barato en redes sociales. Ambas opciones conforman un mensaje disuasor, que sigue alejando a la gente de la política de manera muy conveniente. Pero como lo dije antes, esto es cada vez menos común y vaya si hemos avanzado en estos años.

    Y ante todo este panorama, se vienen las últimas dos semanas para las campañas. Realmente no ha habido cambios. Claudia Sheinbaum sigue haciendo una campaña decorosa y de contacto con el pueblo. Xóchitl Gálvez, en su afán de llamar la atención habla de más y evidencia mucha ignorancia, así como menosprecio por el pueblo, como en un reciente mítin en que penosamente utilizó un acento fingido para tratar de empatizar con pobladores de una zona rural hidalguense. Jorge Álvarez Máynez, aunque representa la anodina opción política de otra facción de la élite que solo quiere servirse del poder, ha podido abrirse camino y restarle votos a la opción del PRIAN. No es nada descabellado que termine en segundo lugar.

    Aunque algunos analistas, sobre todo de la oligarquía -siempre bien representada en los medios tradicionales- acusan una campaña sosa y aburrida, hay que recordarles que no se trata de generar rating, sino de que la democracia funcione. Las campañas pasadas tenían un cierto componente de estupor e incertidumbre, y solo se volteaba a ver a la política por una cuestión de morbo en periodo electoral. Esta campaña les puede resultar aburrida porque la tendencia jamás cambió, pues Claudia Sheinbaum va arriba en las encuestas debido a que las convicciones de quienes votaremos por ella se han venido solidificando en seis años, y todo gracias a la buena gestión de AMLO, pero también a la labor que, con él a la cabeza, hemos llevado a cabo como movimiento. Aunque el término “revolución de las consciencias” pueda resultar demasiado pomposo, la verdad es que realmente se va consolidando de forma satisfactoria.

    No hay emoción por saber quién ganará la elección. Lo que realmente entusiasma es que le daremos continuidad a lo que denominamos Cuarta Transformación. Esos que piden el voto para Xóchitl Gálvez “por amor a México” son la gente que extraña los millones de pesos en sus cuentas originados por la corrupción, para gastarlos en viajes por Europa. Los apátridas y sus corifeos de los medios tradicionales, que se ostentan como “periodistas profesionales”, van a sufrir otra derrota de la cual tardarán mucho en recuperarse. Van a seguir inventando nexos con el narco, supuestos escándalos de corrupción y promoviendo el odio. Sin embargo, el proceso que estamos viviendo no tiene vuelta atrás, y eso me hace por fin sentir orgullo genuino porque el pueblo mexicano atendió al llamado de la historia. Pero como esto es una democracia, lo digo con toda tranquilidad: para quienes opinen distinto, este 2 de junio, impávidas e inequívocas estarán esperando las urnas. Todo lo demás, como diría el buen Andrelo, es pura politiquería.

  • Veinticuatro años de ventaja

    Veinticuatro años de ventaja

    «En el 2000 Marta es una lombriz», cantaba Natalia Lafourcade en todas las radios de la Ciudad de México. En aquel año yo tenía apenas 16. Fui un niño de periferia que creció en una familia de clase media baja. Aunque mi hermano y una de mis hermanas estaban politizados gracias a La Jornada y a los círculos sociales de sus respectivas escuelas, en general mi entorno funcionaba dentro de la normalidad, o sea; el dominio de las masas por parte de la cultura televisiva. En ocasiones anteriores, los medios corporativos no habían hecho grandes esfuerzos porque la gente se interesara por la política. De hecho, se cumplía con la ley entonces vigente al condensar propuestas y entrevistas de los diferentes actores políticos en un espacio televisivo llamado Partidos Políticos, que convenientemente se transmitía en el canal 5 de Televisa a las 6:00 pm de lunes a viernes, antes de que comenzara El show de Tommy y Jerry. Evidentemente se trataba de un plan con maña y no interesaba si dicha producción lograba tener algo de rating.

    Una combinación entre la incipiente recuperación económica tras la crisis de la década pasada y el abaratamiento de costos permitió que la televisión por cable fuera más accesible para muchas familias de la periferia, cuyos hijos que cursaron la universidad en los 90 ya comenzaban a traer dinero a la casa materna, sin prisa por independizarse. Así pues, muchos niños pudimos crecer viendo contenidos de Cartoon Network o Nickelodeon. Eso empezaba también a romper la hegemonía de Televisa en el segmento de la televisión infantil, pues en los canales de paga no nos recetaban un programa sobre Rincón Gallardo o el “jefe” Diego en medio de nuestras caricaturas favoritas. Igualmente, por los mismos factores, había cada vez más computadoras personales en los hogares, por lo que algunos comenzábamos a descubrir las bondades de la llamada ‘red de redes’. Comenzábamos a bajar música con Napster, a chatear con amigos por MSN Messenger, a bajar juegos y emuladores, así como también libros gratuitos en formato de Word.

    Muchos niños fuimos presas del marketing invasivo de marcas como Nike y Pepsi que explotaba la pléyade de virtuosos que militaban en las mejores ligas de fútbol europeas. Tal vez ya no queríamos ser futbolistas, pero sí salíamos a la calle con nuestros flamantes tenis de fútbol con suela de goma comprados en el tianguis para tratar de imitar las proezas de aquellos cracks extranjeros y de alguno que otro mexicano a quienes Televisa y TV Azteca mantenían a flote. Sonaban en la radio éxitos absurdos de Maná, Tam Tam Go, Café Tacuba, Ricky Martin y demás productos cutres que la industria cultural elevaba a rango divino y nos obligaba a escuchar en mercados, taquerías, y en la radio de casa mientras las hermanas hacían su quehacer.

    Cuando yo hacía el mío seguía poniendo a los Beatles. Con ellos sobreviví a la secundaria sin escuchar a Molotov. Dos años más tarde, las descargas gratuitas de música pirata me permitieron descubrir a Bob Dylan.

    Como lo dije antes, mucho de lo que se hablaba, se pensaba y con lo que se soñaba, tenía que ver con la televisión. Jóvenes y adultos estaban totalmente dominados por las infames producciones de Televisa como Big Brother y Otro Rollo. Aunque el fútbol, los noticiarios y telenovelas mantenían la hegemonía de siempre, fueron estos programas los que marcaron la identidad de esa generación, con una falsa noción de irreverencia y libertad, que se vio reflejada en la concesión que Gobernación, censor del contenido televisivo, tuvo que hacer ante la normalización de la palabra güey, que de tanto que aparecía, removió la penalización de multa ante cada vez que dicha palabra fuera pronunciada. En Big Brother, el reality show de recomendados, se aprovecharon los huecos de la ley electoral de entonces, que se distinguía por ser un queso gruyere, para insertar menciones a favor de la campaña de Vicente Fox. Igualmente, Adal Ramones en Otro Rollo entrevistó de manera sumamente tersa al ahora vergonzoso expresidente, así como a Francisco Labastida, su contendiente del PRI. Cuauhtémoc Cárdenas no se prestó al circo. El tiempo le daría la razón, pues Ramones poco a poco fue dejando ver que si tenía una ideología política, ésta no era de izquierda, ni tampoco lo fue nunca la de aquel show, que aunque decían que era desenfadado, apolítico y “para chavos”, nunca desaprovechó la oportunidad de marcar tendencia con sus hasta 6.5 millones de personas de audiencia en sus mejores cotas de rating.

    El mensaje de la industria cultural siempre tendía a disuadir a las masas de politizarse, pues creaban intencionalmente la percepción de que se trataba de un ámbito turbio, soso y complicado donde los resultados y las ideologías no importan, donde todos son corruptos y no hay a quién irle. Sin embargo, eso cambió en el año 2000, pues de repente salían hasta en la sopa menciones del candidato del PAN, y de repente se hablaba con toda claridad de 70 años de corrupción del PRI y se hablaba del “cambio”. Debo confesar que fue entonces cuando empecé a consumir contenidos de política, simplemente como parte de la masa que entonces recibió y acató la orden de politizarse bajo los parámetros dictados por Televisa para allanarle el camino a Vicente Fox.

    Aún faltaban dos años para que yo pudiera votar. Y aunque ahora sabemos que Fox fue simplemente el peor presidente de la historia de México por muchos motivos, el abrir la puerta a la politización, aunque fuera de manera incipiente, sirvió para un nuevo despertar después del letargo que siguió al fraude del 88, pues en el entonces Distrito Federal muchas personas que votaron por Fox también eligieron a Andrés Manuel López Obrador como jefe de gobierno, lo que inició el camino hacia la actual Cuarta Transformación, aunque también dio pauta a la creación de un nuevo enemigo público número uno por parte de la industria televisiva mexicana bajo órdenes de la oligarquía. Jamás debía llegar al poder.

    Este ataque de nostalgia no es repentino. La verdad es que se lo debo completamente a Xóchitl Gálvez. Sus groserías, sus bailes y actitudes infantiles, así como sus muestras de ignorancia, como preguntar murmurando a la gente de su equipo: «¿qué son poderes fácticos?». Todo ello recuerda a Fox y a Televisa queriendo vendérnoslo como la genuina esperanza de cambio y la solución a todos los problemas. Me vuelvo a sentir en el 2000 viendo a Xóchitl, pero han pasado por mí muchos libros, muchos discos, aunque también muchos tenis de fútbol y muchos partidos disputados.

    Evidentemente no somos los mismos que hace 24 años. Hemos madurado en muchos aspectos, nos hemos politizado, el hablar con datos reales sobre la corrupción del antiguo régimen es cada vez más común en la cotidianidad; con la familia o en el trabajo. La industria cultural ahora decadente ya no pudo mantener la estúpida máxima de que hablar de política y religión era incorrecto.

    Pero ese cambio que hemos experimentado como sociedad no lo entienden los oligarcas ignorantes que nos han subestimado desde dentro de su burbuja y nos ofrecieron un producto del año 2000 para consumir en esta elección de 2024. Me parece que justamente son 24 años de ventaja los que los llevamos; los que les lleva Claudia Sheinbaum. No será este texto ni el transcurso del resto de la campaña lo que los haga entender. Tal vez, ya en el recuento de los daños, descubrirán que su mayor error es haberse quedado congelados en el tiempo. Pero bueno, en fin. La transformación continúa y es saludable detenernos un poco a reflexionar por qué va esto tan bien. Seguimos adelante.

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  • La semiótica de la derecha

    La semiótica de la derecha

    Semiótica es uno de esos terminajos que aspirantes a intelectuales utilizamos en elevadas mesas de debate en las que muchas veces olvida la vocación didáctica que entraña la formación política. ¿Ya ven? A veces no se puede evitar. En otras palabras, dejamos muchas veces de explicar a qué nos referimos con ciertos conceptos que solemos dar por hecho que todo mundo entiende, sin olvidar que nuestra sociedad prácticamente acaba de nacer a una verdadera politización y a toda la terminología que a veces hace cada vez más falta entre más nos adentramos en el análisis de ciertos fenómenos.

    Pues bien, la semiótica es definida como la teoría general de los signos, propuesta en un inicio por Ferdinand de Saussure, el suizo que instituyó en el siglo XIX como ciencia la lingüística, dentro del marco teórico de la antropología. También llamada semiología, fue enriquecida y profundizada durante el siglo XX por autores como Charles Sanders Pierce, Roland Barthes y Umberto Eco. Fernando Buen Abad la define como la ciencia que estudia lo que hay detrás de las apariencias; abarca la historia, los orígenes, las implicaciones de un gesto, un escudo, una bandera, una conducta, etc. Se aboca a analizar todo lo que la cultura ha producido como formas de ser y representar el ser y el espíritu de lo humano. En este orden de ideas, vale la pena hacer un repaso de todo aquello que la derecha utiliza para reivindicar una supuesta bondad y altura moral.

    Es interesante de inicio destacar que apenas desde hace unos pocos años se habla con toda soltura sobre una derecha mexicana. Curiosamente se podía calificar como izquierda o derecha a gobiernos o partidos extranjeros en los medios corporativos, pero siempre se tuvo reparo en identificar al PAN como derecha. Todo esto era parte de un código impuesto por el PRI desde sus inicios en los medios, pero sobre todo en la era televisiva. Durante el neoliberalismo se acentuó la idea de que las categorías izquierda y derecha habían sido superadas. Muchos panistas y priistas de la actualidad siguen suscribiendo lo mismo y añaden que ellos están «del lado de México» o que «su partido es México». Esto tiene la implicación del permanente mensaje disuasorio que se difundía entre la población, para convencer a las masas de que todos los políticos son iguales y que por eso no vale la pena involucrarse ni votar.

    Por otro lado, y retomando las aseveraciones del párrafo anterior, se manifiesta en esta época como nunca antes, ese rasgo de nacionalismo artificial y exacerbado que muchas veces raya en el ridículo. Fuerza y corazón por México, Va por México, Sí por México, México Libre, Chalecos México, Campamento México. Estos son solo algunos de los nombres de organizaciones de mayor o menor alcance que surgieron a raíz del triunfo de AMLO en 2018. Todas son organizaciones de ultraderecha reaccionaria y con financiamiento de empresarios poderosos que se beneficiaban con el régimen neoliberal y que durante el presente vieron mermados sus privilegios mal habidos. Usurpan el nombre del país y hasta el resto de símbolos patrios con tal de convencer a la población de que ellos ostentan un genuino nacionalismo y tienen bien clara su defensa de la patria, la libertad y el estado de derecho, que son otros de sus conceptos recurrentes.

    Si bien el ultra nacionalismo y el chovinismo son una característica de prácticamente todas las derechas del mundo, para el caso latinoamericano se trata de un significante particularmente vacío, ya que, aunque proclamen todo en nombre de México día y noche y tengan frases tan repulsivas como «¡No le mientas a México!» (espetada por Kenia López Rabadán a Tatiana Clouthier en un debate televisivo), el perfil del político de derecha latinoamericano está muy influido por la colonización y resulta sumamente hipócrita cuando se llega el momento de rendir una pleitesía exacerbada al imperio. El clásico «Comes y te vas» de Fox a Fidel Castro, Javier Milei con el «My president!» a Donald Trump, Daniel Noboa con el asalto a la embajada mexicana en Quito o Lilly Téllez pronunciándose a favor de dicho acontecimiento; nos evidencian una diferencia fundamental entre el nacionalismo de la derecha europea o anglosajona y el de la latinoamericana. Mientras que la primera es proteccionista y altamente chovinista, la segunda ostenta por todo lo alto el nombre de su país y se envuelve en la bandera, pero no puede evitar inclinarse ante el imperio a la primera oportunidad, no solo en cuestiones diplomáticas, sino en cuanto a la forma de gobernar, que tiende siempre a entregar los recursos naturales e incluso humanos a las potencias hegemónicas tradicionales, pero a Estados Unidos por delante, porque para ellos representa el modelo a seguir como país y como cultura.

    Para el caso de México, el imaginario relacionado con el enaltecimiento de la mexicanidad de esa forma tan artificiosa fue implantado en la psique colectiva por una combinación enferma entre la clase gobernante y una visión paternalista por parte de los productores televisivos, que construyeron un sentimiento nacionalista sumamente banal, basado en la selección nacional de fútbol, las visitas de Juan Pablo II, las celebraciones del día de la independencia, el concurso Miss Universo, Siempre en Domingo y demás producciones en las que resaltaban una somera visión de lo mexicano que dejaba fuera totalmente el legado de los pueblos originarios y ponderaba un ideal de mexicano cosmopolita y consumidor de entretenimiento barato.

    La caída paulatina del imperio televisivo ha ido creando una nueva gama de signos; de referentes con significado concreto. La generación anterior a la mía, al menos en la Ciudad de México, tiene muy presente la campaña de publicidad que se desató durante el mundial de México 86, por lo que su sentimiento de nacionalismo está muy relacionado con los comerciales de las cervezas Tecate y Carta Blanca, que se transmitían en horario de audiencias infantiles, sin importar la hiper sexualización de una joven de 17 años a quien llamaron la Chiquiti Bum, y que causó furor como imagen de Tecate. Las generaciones actuales vienen atomizadas, disgregadas, sin consenso y con tendencias muy volátiles. Sin la televisión como agente cohesionante, su sentimiento de nacionalismo está cifrado en memes que reivindican a los mexicanos como ‘mexas’ y afianzan un estereotipo que entra en competencia a la palestra mundial de las redes sociales. Para la derecha es muy difícil interpelar a estos sectores que ya no fueron aleccionados por la corriente audiovisual hegemónica, porque aunque siguen tendencias mayoritarias, éstas son de naturaleza efímera y muchas veces son generadas por la comunidad misma y no necesariamente por un poder. A lo único que aspira la derecha es a insertar el mensaje reaccionario a través de la cultura pop, o sea, de los productos de entretenimiento de la industria cultural que se consumen de manera global. Sin embargo, dicho mensaje está configurado más en función de los valores del imperio, pero no llega a infundir un sentimiento de arraigo hacia nada, por lo que prácticamente atestiguamos la consolidación de generaciones apátridas.

    Por otro lado, cuando la derecha habla de defender el estado de derecho, lo cual suena en primera instancia como algo muy positivo; se refiere a la defensa de los privilegios de las oligarquías. Esto se explica de manera muy fácil. La constitución actual y las leyes que de ella emanan, datan de 1917, y en sus inicios fue la plasmación de los ideales revolucionarios. Sin embargo, conforme el régimen se corrompía, fue modificando todo el sistema legal de tal manera que beneficiara primordialmente a las clases privilegiadas, incluso manteniendo convenientemente las lagunas legales para dar margen a la corrupción. Cuando una persona de derecha culpa a la izquierda de ir en contra de las leyes y las instituciones, lo hace consciente de que ha vivido en un régimen fundado en un orden legal inequitativo que le favorece.

    El marketing político sigue siendo un servicio del que la derecha hace uso con especial ahínco. Las empresas dedicadas a ello están bastante bien cotizadas. Su función principal es la elaboración de todo un discurso con miras a convencer al electorado. Sin embargo, esta disciplina, que en otros momentos de la historia otorgó excelentes resultados, hoy necesita replantearse su metodología, pues no resulta tan efectiva ante una población cada vez más politizada y para la cual, los elementos de significación con los que es bombardeada, ya no tienen los mismos referentes. En otras palabras, cuando un conservador cualquiera, que cuenta con el privilegio de la exposición en medios, aparece diciendo algo como «Necesitamos salvar a México de la destrucción en la que AMLO lo ha sumido», el grueso de las audiencias soltará una carcajada, algunos otros una grosería y solo un sector muy limitado reaccionará conmovido a la falaz arenga patriótica. La semiótica, como la lengua misma, también cambia de un momento a otro. La derecha mexicana sigue sin encontrarle forma a esa evolución.

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  • El país de los licenciados

    El país de los licenciados

    México permaneció durante mucho tiempo como colonia española. durante ese periodo, de 1520 a 1821, se estableció un complejo sistema de castas, necesariamente piramidal, en el que estaban hasta el fondo los indígenas y afrodescendientes, mientras que en la cima estaban los criollos y peninsulares. Después vino la independencia, encabezada primordialmente por criollos, es decir; hijos de españoles nacidos en México.

    Ya en el México independiente se establecieron dos imperios: el de Agustín de Iturbide, de menos de un año, entre 1822 y 1823, añoradísimo por la ultraderecha; y el de Maximiliano y Carlota, de 1863 a 1867. Por cierto, en cuanto a este último, no puedo dejar de remarcar la dispridad de criterios entre el discurso oficial, que resalta la gesta de Juárez, y el enfoque revisionista que nos muestra Fernando del Paso en Noticias del Imperio, donde compone un trágico relato novelado donde el matrimonio Habsburgo fue mártir en un conflicto que nunca pidió.

    Después vino la revolución, para terminar con el régimen neo-feudal de los hacendados y latifundistas, e igualmente hacer efectivo el lema de Madero: «Sufragio efectivo. No reelección». La época post revolución trajo consigo el florecimiento de la clase política como la conocemos hasta ahora, basada ya no en castas ni tampoco en los títulos nobiliarios como tales, que fueron abolidos al terminar la colonia; pero sí en una jerarquía muy conveniente que hacía patente el complejo de inferioridad de una nación que apenas comenzaba a conocer la paz social. El conveniente asesinato de Álvaro Obregón por parte de la ultraderecha en 1928 fue un suceso muy simbólico que terminó con la época de los “generales”, para dar pie a una nueva época de los “licenciados” que ya se había anticipado con Juárez.

    Como sabemos, licenciado es la palabra con la que se designa en el habla hispana a quien acredita y obtiene el título de una carrera a nivel superior. Es prácticamente un arcaísmo, puesto que ya se utilizaba al menos desde tiempos del medievo, aunque en este caso se refería a los sacerdotes, pues la iglesia era el único camino para los estudios, de manera que ya desde entonces podemos ver que revestía un tremendo prestigio social. Así lo podemos constatar en una de mis dos novelas favoritas: El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, donde se refiere Cervantes (o debo decir Cide Hamete Benengeli) como «el licenciado» al cura que, literalmente está en todo menos en misa, pues pone un empeño excesivo en “sanar” de su locura al inofensivo Don Quijote. Actualmente, el término hace referencia a que un título universitario es una licencia para ejercer la profesión. De ahí que, lo que en México conocemos como titularse, en España se conozca como licenciarse.

    Retomando el contexto mexicano, ese sistema priista del licenciado como la figura más prominente dentro de una jerarquía, se afianzó desde los años 30 en las estructuras institucionales emanadas del gobierno y posteriormente permeó incluso en la iniciativa privada. Todo ello debido a la enorme desigualdad imperante en el país desde entonces y que se venía arrastrando desde tiempos de la colonia, que, como ya se dijo, vino a subvertir el orden social preexistente para implantar el culto a la estirpe y a la figura de mando. Esta práctica se extiende hacia otros títulos como arquitecto, ingeniero, doctor, maestro, etc. Todos ellos como una marca social que trasciende al ámbito laboral, de manera que podemos encontrarnos con personas que antepongan la condición de que se les nombre con el título pertinente para mantener una relación social de cordialidad, puesto que esto les otorga una prominencia basada en la famosa cultura del esfuerzo, que suele pasar por alto la insoslayable desigualdad estructural, es decir; «llámame licenciado Miguel, porque mi trabajo me costó estudiar» ¿y quienes hubieran querido estudiar y no pudieron por falta de recursos? ¿deben habitar en un nivel inferior de existencia por no haberse “esforzado”?

    Un ejemplo muy palpable de esta práctica social es el medio rural post revolucionario, a donde los programas gubernamentales mandaban a médicos, docentes o ingenieros, o bien colocaban en cargos de elección popular a personas que contaban con una carrera a diferencia de los pobladores locales. Desde esos tiempos hasta la actualidad se practicó esta usanza de manera muy marcada como una actualización de los títulos nobiliarios y del trato reverencial al señor feudal, por lo que, en muchos casos, el que no tiene un título, se lo inventa para estar en concordancia con su cargo, función o posición social.

    En el gremio de la abogacía, el estándar de llamarse entre todos ‘Lic.’ es una forma re reiterar la pertenencia a una élite. Incluso, al menos en México, el prototipo de licenciado es el abogado, pues cuando se le menciona en el habla cotidiana se sobreentiende que se hace referencia a un profesional del ramo. Ejemplo: «Como mi papá no dejó testamento, tuvimos que pagarle a un licenciado para que nos hiciera el trámite correspondiente». Cabe destacar que gran parte de los presidentes mexicanos del periodo post revolucionario han sido abogados, lo cual afianza el estereotipo aspiracional de la persona “preparada”. Este último adjetivo cumple prácticamente la misma función social que el sustantivo licenciado, pues igualmente es una marca de estatus con la que se califica por igual tanto a quien evidencia cultura general como a quien tiene un desempeño digno de admiración en alguna profesión.

    Toda esta cuestión sería sumamente superflua si no la pusiéramos en el contexto particular de desigualdad estructural que ha imperado durante tantas décadas en nuestro país. Las personas que se empeñan en que su nombre sea mencionado con su título en contextos cotidianos y no precisamente del ámbito profesional, consciente o inconscientemente refuerzan el estatu quo de desigualdad, el cual podemos constatar a través de cifras demoledoras. Según el INEGI, apenas 8 de cada 100 mexicanos accede al nivel superior. Pero más lapidario resulta el dato de la SEP recogido en 2022: el 18% del total de mexicanos que ingresa a nivel licenciatura logra terminar la carrera.

    En otras culturas no existen estas marcas para referirse al individuo resaltando su carrera. Por ejemplo, en el contexto anglosajón se utilizan solo títulos como ‘doctor’ o ‘captain’ acompañando al apellido de la persona, pero solo dentro de los contextos profesionales específicos y no en el trato cotidiano. Una equivalencia a ‘licenciado’ simplemente no existe, por lo que yo en inglés solo sería ‘Mr. Felipe’ sin importar a qué me dedique, pues se da por hecho que terminar una carrera no es nada extraordinario en esa cultura, aunque sea bajo un sistema igualmente elitista que provoca deudas impagables, pero esa es otra historia.

    Carlos Fuentes dijo que México es el país de los licenciados, pues él refería que no se puede obtener relevancia ni prominencia en la sociedad sin ostentar un título. Fue por eso que él decidió estudiar derecho solo para cumplir con los cánones sociales y familiares, pues inicialmente consideraba que solo su bagaje como escritor en ciernes era suficiente para alcanzar notoriedad. Sin embargo, tuvo que ceder ante un entorno tan excluyente como la práctica misma de «pásele, licenciado».

    En tiempos en que cada vez más personas se politizan y propugnan por la igualdad, al tiempo que se multiplican las oportunidades para concluir los estudios, debemos sopesar como sociedad la vigencia de estas prácticas lingüísticas. Si a mío me lo preguntan, yo sueño con un mañana en que hacer distingos profesionales en el trato cotidiano esté de más. Mientras tanto, no queda más que estar atentos y seguir dando cuenta del cambio social que experimentamos en tiempo real y del cual todos somos parte.

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  • Apaga TV Azteca

    Apaga TV Azteca

    Gran parte de mi primer libro, La primavera digital mexicana, estuvo dedicada a la historia de cómo Televisa jugó un papel esencial en la historia reciente de México al cumplir una función de aleccionamiento de las masas, contando la versión de la realidad que le convenía al régimen imperante y que llegó a su fin en 2018, al menos en lo que al gobierno federal se refiere. Traté de dar cuenta de cómo un grupúsculo oligárquico tuvo épocas de bonanza y excesos con base en crear todo un imaginario popular a partir del cual la población mexicana interpretaba la realidad. Televisa nos decía en qué creer, a qué tenerle miedo, a quién admirar, qué comer, qué beber, por qué apasionarnos, pero principalmente por quién votar.

    Sinceramente, nunca me imaginé que asistiría junto con ustedes, queridos lectores asiduos, a la decadencia de un imperio anti ideológico que parecía tan sólido, pero que, gracias a que las audiencias cayeron en cuenta de que son pueblo y al mismo tiempo ciudadanía, con las connotaciones que estos términos implican, pudimos llegar al punto en que los otrora “artistas” y comunicadores venerados, paulatinamente van perdiendo notoriedad, credibilidad, y en consecuencia, oportunidades de trabajo, toda vez que literalmente cobraban por mentir, aleccionar o simplemente entretener con base en parámetros irresponsables como el machismo, el clasismo o el racismo, para el caso de actores y comediantes. Toda esa caterva de personajes televisivos busca ahora espacios en las redes sociales, ya sea para pretender, con pobres resultados, hacer lo mismo que hacían en televisión, o bien, para despotricar en contra del gobierno de AMLO, a quien consideran el causante de su desgracia.

    A la par de la época dorada de Televisa, que sin duda fue el sexenio de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994), florecía tímidamente Televisión Azteca, fundada en agosto de 1993 gracias a las buenas relaciones entre el poder priista y el empresario Ricardo Salinas Pliego, heredero de la cadena de almacenes Salinas y Rocha, así como de las tiendas Elektra. Ya en el pasado, sus pecados fueron invisibilizados por el establishment, pues de inicio compró la privatizada Imevisión por 45 millones de dólares, de los cuales, Raúl Salinas de Gortari pagó 29 a manera de préstamo.

    Los contenidos de la nueva televisora resultaban propositivos y frescos en medio de una tradición puritana de Televisa que se empezaba a volver monótona. Figuras como Héctor Suárez, José Ramón Fernández, Roberto Gómez Junco, Héctor Lechuga, Ausencio Cruz, Andrés Bustamante e incluso el propio Víctor Trujillo (muy distinto a aquello en lo que se ha convertido) ofrecieron contenidos frescos, con un cierto aire contestatario y siempre en contraposición al excesivo apego de Televisa a lo políticamente correcto, que en ese tiempo no significaba otra cosa sino el discurso emanado de la “familia revolucionaria”. Los contenidos de deportes transpiraban anti americanismo que a su vez implicaba el visibilizar los manejos truculentos de Televisa dentro de la liga mexicana de fútbol. El humor de Trujillo y Bustamante iba más allá del pastelazo y el albur facilón; apostaba más por un estilo a lo Benny Hill o Monty Python con énfasis en el disfraz y la caracterización. Se llegaron a ver cosas tan propositivas como una miniserie de misterio donde, en un capítulo sobre vampiros, aparecía al final la canción La Ixhuateca, interpretada por Óscar Chávez, vetado irremisiblemente de Televisa.

    Fue también en esa época que Epigmenio Ibarra pudo formar su productora Argos y realizar la telenovela Nada Personal en 1996. Estaba reciente el asesinato de Luis Donaldo Colosio, acaecido en marzo de 1994, y esta telenovela se atrevía a iniciar con una alusión muy directa a dicho suceso, para luego desarrollar una trama de narcotráfico y corrupción que Televisa igualmente jamás se hubiera atrevido siquiera a concebir. Lastimosamente, también había contenidos que tendían a la manipulación, probablemente motivada por la naturaleza manipuladora de Salinas Pliego. En 1995, Javier Alatorre, en su noticiero Hechos, tuvo la osadía de mostrar un rudimentario mapa que trazaba la ruta del “chupacabras” desde el sur de Estados Unidos y cómo se acercaba peligrosamente a la Ciudad de México. Evidentemente se trataba de una burda cortina de humo para tapar los escándalos de corrupción de Carlos Salinas y su hermano, de ahí que la figura del padre de la desigualdad moderna y la del hematófago fantástico quedaran fundidas en el imaginario colectivo para siempre.

    En diciembre de 2002, pasando por encima de la ley y presumiblemente con la venia del gobierno de Vicente Fox, Salinas Pliego resolvió por sus pistolas (literalmente) su conflicto con Javier Moreno Valle, empresario que igualmente padece de deudas fiscales, quien era entonces dueño de la concesión de CNI Canal 40, pero que cargaba con el pecado de deberle dinero a Salinas Pliego, por lo que éste tomó por la fuerza la repetidora ubicada en el Cerro del Chiquihuite para impedir la salida de la señal de dicho canal (que hasta entonces había sido otra bocanada de aire fresco) para sustituirla con algo llamado Proyecto 40. La gente, sabedora del conflicto esperó la reanudación de las transmisiones solo para encontrarse con un Sergio Sarmiento que salió a cuadro para justificar el despojo con la misma palabrería que actualmente utiliza para defender a ultranza el neoliberalismo. Cuando a Vicente Fox se le cuestionó sobre si intervendría en aquel despojo para hacer valer la ley, sobrevino como respuesta el mítico «¿Y yo por qué?»

    Cuando en las siguientes décadas Televisa incursionó en la mina de oro que supusieron los talk y reality shows, TV Azteca abandonó el enfoque propositivo y fue abrazando poco a poco un enfoque conservador que tendía a reducir la edad mental de las audiencias. Venga la alegría, Cosas de la vida, La vida es una canción, La academia, así como los distintos espacios de noticias, comenzaron a imprimir un sello de apego a “las buenas costumbres” y crear un sentimiento reaccionario en las audiencias. Asimismo, las infancias fueron sistemáticamente ignoradas por la televisora, pues desde 1997 fue abandonado el proyecto Caritele, pese a su éxito y al carisma de su entrañable conductora Adriana de Castro.

    Durante la campaña de 2018, Andrés Manuel López Obrador necesitaba ganar para implementar su proyecto de nación en lo que parecía ser su última oportunidad, por lo que Grupo Salinas y su dueño se postraron ante el prócer ofreciéndole su lealtad y evitar el golpeteo. Una de las prebendas inmediatas fue colocar a Esteban Moctezuma, presidente de Fundación Azteca, como secretario de educación pública, es decir; al frente de algo tan delicado como la educación básica gratuita. La otra prebenda, probablemente no verbalizada en su momento, pero dada por hecho por parte de Salinas, era la condonación de impuestos a la que estaba acostumbrado. Afortunadamente, ese error pudo ser reparado. Con Moctezuma en la SEP simplemente jamás se hubiera podido implementar la Nueva Escuela Mexicana. Ésta se vio plasmada poco después de la salida de Moctezuma.

    La tóxica combinación entre la mentalidad conservadora y su mala costumbre de no pagar impuestos han hecho que Salinas Pliego lance frontalmente a sus comunicadores en contra del gobierno de AMLO. En 2021 salió Javier Alatorre a decir con toda desfachatez que no se le creyera a Hugo López Gatell, subsecretario de salud que daba los partes oficiales sobre la pandemia; solo porque el empresario se empecinó en mantener activos a sus trabajadores pese a las recomendaciones de distanciamiento social. En 2023, igualmente Alatorre y Alejandro Villalvazo cargaron contra la SEP y el gobierno acusando el resurgimiento del “virus comunista”, bajo mentiras viles como la imposición de lo que llaman ideología de género, la eliminación de las matemáticas y la normalización de formas “incorrectas” de usar el español. No se trataba sino de una vendetta descarada debido a que el gobierno no renovó el contrato con una de las empresas de Salinas Pliego, que se encargaba de imprimir y distribuir los libros en ediciones anteriores.

    Actualmente Salinas Pliego está en lucha frontal contra el gobierno y sus simpatizantes, cada vez de una manera más cínica y prepotente, insultando, amenazando, burlándose y amedrentando a periodistas, funcionarios y ciudadanos en general. Sus contenidos han dado un viraje hacia pintar un escenario de caos en el cual el gobierno, según su versión, “atenta contra los ciudadanos”. Incluso, ante la toma por parte de la Guardia Nacional de un terreno em Huatulco, Oaxaca, que Salinas Pliego había destinado a ser campo de golf, y cuyo contrato de arrendamiento venció en 2022, ya que se le había otorgado de manera muy ventajosa por parte de los gobiernos anteriores; Salinas Pliego movilizó a sus corifeos para acusar despojo y atropello. Sin embargo, la toma del terreno por parte del gobierno fue totalmente legítima, más aún si tomamos en cuenta que las reiteradas notificaciones sobre dicho evento fueron públicas.

    Salinas Pliego, deudor de 25 mil millones de pesos en impuestos al SAT, está en franca campaña en favor de Xóchitl Gálvez como candidata a la presidencia en este 2024, asimismo, promueve el no pago de impuestos, la legalización de las armas, la homofobia, el racismo, clasismo, gordofobia, entre otros flagelos sociales. Todo ello a través de la red social X, así como de sus señales televisivas, que actualmente son tres. La esperpéntica transformación de visionario a reaccionario ha sido imperceptible para algunos, gracias a que mantiene un auditorio cautivo, aunque ciertamente va en decrecimiento.

    Por todo lo anterior, va mi llamado. A sus tías, tíos, suegras, suegros, abuelas, abuelos y sobre todo jóvenes, háblenles de la manipulación y mentiras de Salinas Pliego; háblenles sobre el menosprecio que realmente les tienen él y sus comunicadores y de que se ocultan bajo una máscara de genuina preocupación por la sociedad y de defensa de los valores de la familia mexicana. Concienticemos a nuestras familias para dejar desierto este medio golpista y descarado que sigue la línea editorial dictada por la subcriatura más mezquina de los últimos tiempos. Apaguen TV Azteca. ¡Apaguemos TV Azteca!

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  • Tú que hablas dialecto

    Tú que hablas dialecto

    Hace algunos días, viajando en el metro de la Ciudad de México, en el vagón venían dos mujeres de mediana edad hablando en una lengua que mi corto bagaje no me permitió identificar, ya que en la carrera de lingüística solo tuve oportunidad de estudiar la lengua purépecha y por mi cuenta explorar someramente el náhuatl. Las mujeres en cuestión sonreían mientras alegremente conversaban con toda soltura y naturalidad. Cuando descendieron del vagón, dos amigos, hombres treintañeros conversaron al respecto:

    «Hablan re cagado ¿verdad?
    Sí, güey. Sepa la verga qué idioma era.

    ¿Cuál idioma, pendejo? Es dialecto.
    Ah, perdón. Dialecto. Será el sereno, pero no se entendía ni madres.»

    En otra ocasión, y como parte de las clases que imparto, en la presentación donde se exponen los orígenes del inglés y el español, sale igualmente mencionado el concepto de dialecto. Entonces pregunto a los alumnos qué es para ellos un dialecto. Las respuestas son curiosas y regularmente erradas. Una persona dijo que se trataba de un idioma que no tiene alfabeto. Otra persona dijo que es como los idiomas que se hablan en México y que no son el español, como el náhuatl o el maya. Otra persona dijo que es algo que está en vías de convertirse en idioma, pero sus elementos no le alcanzan y entonces se queda en dialecto. Aunque más elaborada, esta respuesta es igualmente errónea. Por cierto, las lenguas sin escritura se conocen como lenguas ágrafas, pero igualmente son lenguas o idiomas con toda una estructura gramatical, pero sin transcripción ortográfica, al menos por parte de sus hablantes nativos.

    Evidentemente, se trata de un estigma social con el que cargan, sobre todo las lenguas originarias o indígenas de nuestro país, y en general de Latinoamérica, donde se impusieron las lenguas europeas en detrimento de las que ya se hablaban aquí, las cuales se asociaron con la imagen de primitivismo que el discurso hegemónico ha afianzado para caracterizar a quienes sufrieron la conquista. Para ilustrar un poco y ponernos en situación, dialecto es un término de la lingüística, y se refiere básicamente a la variante de un mismo idioma que está determinada por la geografía, es decir; un dialecto del español es el que se pueda hablar en la ciudad de México y otro el de Yucatán. Este último está influido por la herencia del maya, donde se utiliza recurrentemente una consonante que no existe en el español y que se articula haciendo un cierre con el músculo de la glotis. Entonces, las variantes difieren en léxico y prosodia, o sea, en las palabras y en la entonación.

    Existen otras subdivisiones que se hacen con base en otros criterios, pero que nos llevan a lo mismo: variantes del mismo idioma que difieren en léxico y prosodia. La propia ciudad de México, y en general los grandes centros urbanos son ejemplos de variantes del idioma que se dan entre las distintas clases sociales. Estas variantes se llaman sociolectos. De esta forma, un sociolecto será el que se hable en Tepito y otro el que se hable al sur de la ciudad, donde las posibilidades económicas son distintas y la versión del español se delinea en función de esto, con una gran presencia de anglicismos. Y también, incluso cada uno de nosotros tiene su propia variante de la lengua, con sus inflexiones, frases recurrentes y tono particular. A esto se le llama idiolecto. 

    El número de personas hablantes de una lengua originaria ha disminuido más del 50% en poco menos de un siglo. Según datos de la recientemente creada Universidad de las Lenguas Indígenas de México, en 1930 había 16 hablantes de lengua originaria entre cada 100 habitantes. Para 2020 este número se redujo dramáticamente a 6. Según el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (INALI), en México se hablan 68, aunque el número sube a 364 si se cuentan las variantes. Muchas de estas variantes presentan casos un poco dramáticos. En medio de la sierra de Oaxaca se llega a dar el caso de que cierta lengua o variante de la misma es hablada solamente por el abuelo y la nieta, porque en el contexto rural sigue habiendo cercanía entre generaciones tan dispares y la vejez no es motivo de rechazo. Así pues, cuando el abuelo muera, si la niña en cuestión crece con la noción de que aquella lengua originaria es un lastre para su desarrollo personal, no la practicará ni la compartirá, por lo que entonces, aunque existan registros, gramática y literatura al respecto, al no haber una comunidad donde esta lengua sea adquirida como materna, entonces, se considerará que está muerta.

    La confusión de llamar dialecto a una lengua originaria viene muy probablemente de la difusión de la obra de Guillermo Bonfil Batalla, sobre todo de su libro llamado El México profundo, donde de manera un tanto descuidada llama a estas lenguas como indígenas y por otros momentos como dialectos. Y es que, en un intento por concientizar sobre la riqueza de los pueblos originarios, tal vez un poco de mala gana por tener al TLCAN como prioridad, en los sexenios de Salinas y Zedillo se difundía información sobre la importancia de nuestra riqueza cultural tomando como base a este y otros autores, pero manteniendo la confusión sobre el término.

    «Y están aquí, en efecto. En las regiones indias se les puede reconocer por signos externos: las ropas que usan, el “dialecto” que hablan, la forma de sus chozas, sus fiestas y costumbres»

    Guillermo Bonfil Batalla, El México profundo

    En el fragmento anterior podemos observar que Bonfil Batalla ya entrecomillaba la palabra dilecto, probablemente haciendo alusión a la confusión que generaba. Sin embargo, no hay como tal otro pasaje en el libro que aclare dicha confusión. Así, en el imaginario popular se ha afianzado la idea de que nuestros pueblos originarios no hablan idiomas, sino dialectos, lo cual tiene la peyorativa connotación de que aquello que hablan es “inferior” al español y en general a las lenguas europeas, y que, de alguna forma que no alcanzan a dilucidar, no cumplen con las condiciones necesarias para ser consideradas idiomas. Aparte de ser algo totalmente equivocado, me parece que es un eco de lo que se pensaba de los antiguos pobladores que fueron conquistados, ya que de ellos igualmente se pensaba que no cumplían las condiciones para ser considerados humanos.

    Cada lengua trae consigo una cosmogonía completa, una manera de entender el mundo y de describir, muchas veces con una poesía que toma como base los elementos de la naturaleza, cuál es el origen del universo e incluso su destino. Las lenguas mueren en México porque los propios hablantes rechazan utilizarlas, víctimas de la colonización mental y haciendo suya la idea de que ser hablantes de un “dialecto” los hace inferiores o lastra su desarrollo social. Todos los secretos y maravillas que las lenguas originarias entrañan se desvanecen para siempre cuando dejan de surcar el aire en voz de los hablantes.

    Y como lo he dicho en otras entregas de esta serie de artículos, no hay lenguas ni malas ni buenas; ninguna es superior a otra y todo se puede decir en todas. No existe tal cosa como un organismo internacional que determine la estética de las lenguas o si una u otra reúnen los requisitos para acceder al prestigioso estatus de lengua, pues esto sería un completo acto arbitrario de fascismo que estaría menoscabando la soberanía y los derechos de los hablantes. Y como también lo he dicho en otras ocasiones, si esto fuera posible, quienes tenemos por lengua materna una con “menor prestigio”, simplemente ya nos fregamos. En la lengua, como en todos los órdenes de la existencia, deben imperar el respeto mutuo y la democracia. Y si hay cosas que ignoramos, actualmente tenemos computadoras de bolsillo listas para resolver nuestras dudas. Debemos seguir dando pasos firmes hacia la descolonización.

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    Top 10 Mejores Idiomas

    En las clases de inglés que suelo impartir, aunque no sea el tema central, me gusta comenzar reflexionando sobre cuestiones históricas y sociales de la lengua. El idioma inglés se asocia con distintas nociones que ya tenemos implantadas como parte de una colonización mental. Una de ellas es que representa la superioridad y la hegemonía de aquellos que tuvieron la “dicha” de nacer en un lugar donde se habla como lengua materna. Algunos lo asocian con elegancia y otros tantos con modernidad. Basta con recordar que hasta hace algunos años era muy popular la expresión «¡Guau, qué modernou!», articulando la última palabra con un simulado acento inglés.

    Cuando enseñaba inglés de negocios en empresas, me desplazaba desde la periferia para ir a impartir clases unipersonales a integrantes de un estrato social distinto al mío, generalmente superior, que probablemente no tuvieran el recorrido académico que yo, pero que sí estaban en el entorno indicado para tener oportunidades en empresas extranjeras con sueldos decentes. Para muestra basta recordar que yo sí sabía inglés y ellos no, pese a mi raigambre más humilde. Pues bien, resultaba patético escucharlos decir cada que iniciaba un nuevo módulo: «Profe, ahora sí presióneme más para que aprenda rápido. Es que sí se me dificulta mucho, pero ya este año quiero ponerme las pilas. En agosto vienen los jefes; vienen de Seattle, son los dueños de la empresa y quiero ver si hablándoles ahora sí en inglés les lleno el ojo y logro que me den un ascenso». Ante eso no tenía yo más que lamentarme un poco, tanto por mí, por haber encaminado mis pasos hacia un ámbito en el que realmente no me sentía a gusto; como por aquella pobre alma que reproducía el mito de que el inglés es la lengua de los managers y el español es la de quienes limpian los baños. De manera que, bajo este rasero determinista, como hispanoparlantes, simplemente ya nos fregamos.

    Solo por una cuestión de cultura general, hay que decir que, el nombre del idioma, que a su vez deriva de England, se originó en el francés, cuando los conquistadores que llegaron a la región en el siglo XI, se encontraron con una población que se asemejaba a los ángeles representados en el arte sacro, por lo que nombraron Anglae Terre (Tierra de Ángeles), mientras que a sus pobladores, diversificados a partir del fin del dominio romano a inicios del siglo V. y que en realidad provenían de distintas regiones, tanto de lo que ahora son Escocia, Gales e Irlanda, como también de los Países Bajos, Dinamarca y Alemania; los llamaron anglos. De esta manera, y aunque este concepto se haya perdido en la bruma del tiempo y del devenir histórico, originalmente había una connotación religiosa en el nombre, la cual difería de las múltiples cuestiones que actualmente nos vienen a la mente cuando se nombra el idioma. Si bien se trata de un código que tiene estructuras siempre constantes, a diferencia de algunas lenguas como el español o el francés, que tienen a ser muy irregulares, en ciertos contextos llega a convertirse en una imposición.

    La carga histórica y propagandística que acompaña a la lengua inglesa, hace que alrededor de ella se genere toda una mística de idealización como “el idioma universal”; aquel que, según lo pintan las escuelas de inglés, nos abre las puertas hacia el mundo. Podemos poner el ejemplo de México, donde cargamos con el estigma de nuestra vecindad con Estados Unidos. El auge del neoliberalismo llevó a la firma del famoso TLCAN, que entró en vigor en 1994, y para el cual nos preparó el PRI de Salinas durante gran parte de su sexenio con una invasiva campaña mediática que nos pretendía convencer de que entraríamos al primer mundo gracias a nuestro intercambio comercial irrestricto con Estados Unidos y Canadá. En los hechos, esto derivó en la quiebra de muchas pequeñas y medianas empresas mexicanas, y en la absorción de otras por parte de grandes multinacionales para evitar la extinción. Y pues sí, la llamada al primer mundo estaba presente en el discurso oficial, pero curiosamente pasarían más de 20 años antes de que inglés fuese una materia impartida de manera oficial en el sistema de educación pública, por lo que, en ese auge de las escuelas de inglés con ingeniosas campañas publicitarias, solo accedería a ese conocimiento quien pudiera pagarlo. Neoliberalismo, a fin de cuentas.

    La irrupción de la figura de AMLO y la apertura del debate nacional sobre si realmente es necesario hablar inglés como nos lo recalcaron hasta el cansancio, se puso de actualidad cuando por primera vez viajó el presidente a Washington para encontrarse con su homólogo Joseph Biden y entablar conversaciones en las que, al no hablar uno el idioma del otro, se echó mano de intérpretes como se suele hacer comúnmente alrededor del mundo en estas situaciones. Evidentemente, Biden no creció con una presión social de aprender español para agradar a políticos o población del país vecino. No hizo como Paul McCartney, que se tomó la molestia de aprender varias frases en español para corresponder a la calidez del público mexicano en sus conciertos.

    En este año 2024, Xóchitl Gálvez, ungida como fallida candidata a la presidencia por parte del bloque conservador, de forma trastabillante leyó la frase «You have to walk the talk», evidentemente escrita por parte de un tercero al final de ese texto dirigido a Joseph Biden, quien, a fin de cuentas, no se encontraba presente en ese evento de la innecesaria gira que Gálvez realizó en territorio estadounidense. La frase en cuestión, pronunciada de forma penosa en su afán de quedar bien sin realmente dominar el idioma, simplemente aludía a algo que ella misma no pudo hacer: predicar con el ejemplo. Este has sido solo otro botón de muestra para darnos cuenta de que la aspiración de lo anglosajón y la pleitesía que se le rinde desde la derecha es algo que debemos sacudirnos como nueva sociedad que estamos llamados a ser.

    Más evidente es esta noción de que el idioma inglés otorga prestigio a quien lo utiliza dentro la variante del español que emplea el grupo conocido como whitexicans, los mexicanos de fenotipo caucásico que muchas veces se exhiben en redes sociales como ingenuos e ignorantes y otras tantas como prepotentes y discriminativos. Hay una muy marcada tendencia al uso de anglicismos (palabras en inglés) que evidentemente se adoptan en un afán de mostrar superioridad y más mundo que el resto de la sociedad. Así pues, en vez de bebida dicen drink, en vez de cita date, en vez de relájate chill out, en vez de funda case, en vez de austero low spec, en vez de moto bike, etc.Y cabe aclarar aquí que en muchos casos se trata de personas que no viven en una realidad de contacto interlingüístico, como sucede en la frontera, o bien con los whitexicans del norte del país, mucho más habituados a los viajes a Estados Unidos. Pero aunque la industria cultural lo pinte de forma contraria, el inglés también es hablado por personas no caucásicas, de baja instrucción y pobres, como cualquier otro idioma.

    Todo parte de estereotipos que han germinado dentro del imperialismo. En los países de Latinoamérica, y sobre todo en los de habla hispana, quedó fuertemente arraigada la noción de que cualquier lengua europea distinta al español trae consigo mayor prestigio social. Esto se ve reflejado en el falso mito de pronunciar la grafía correspondiente a “v” como labiodental, lo cual sí es norma en el resto de lenguas europeas, pero no en español. Es decir; no es incorrecto pronunciar palabras como vaca, vicio o volar juntando ambos labios en el sonido inicial. Sin embargo, este mito está muy difundido entre comunicadores, políticos, profesores y otras figuras de alcance masivo que lo siguen manteniendo vigente, y no solo eso, sino corrigiendo sin verdadero sustento a quienes, paradójicamente lo pronuncian bien. Y ahí tenemos a Gabriel Quadri o Adela Micha remarcando /víktima/ y /váso/ (labiodental), cuando realmente bastaría que pronunciaran /bíktima/ y /báso/ (con ambos labios). Todo por parecer más “elegantes”. Al principio de algunos diccionarios podemos consultar el cuadro de fonemas del español, y ahí se puede constatar que el único sonido labiodental de nuestro idioma es el que corresponde a “f”.

    Las lenguas europeas históricamente hegemónicas han sido por consenso general, pero a la vez arbitrariamente, clasificadas de una forma que resulta irrisoria, pues se dice popularmente que el francés es para decir poesía, el italiano para cantar, el alemán para dar órdenes y el inglés para hacer negocios. ¿Y el español es para obedecer? Por eso no puedo evitar reír sonoramente cuando alguien me pregunta qué idioma es mejor. Es una pregunta que no tiene razón de ser alguna ni pertinencia. Hacer un top sería irresponsable, irrespetuoso y soberbio. Todas las lenguas tienen la manera de decir lo que sea, sin importar su devenir histórico ni aquello a lo que nos remita su fonética. No hay lenguas bonitas ni feas, no hablamos una lengua que nos hace inferiores ante las potencias europeas ni tampoco nuestras lenguas originarias ni las de otros países son inferiores. No existe tal escala. Y si el título engañoso les hizo pensar lo contrario, entonces he aquí mi reiterativo llamado a la descolonización mental.

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