Categoría: Pablo Quintero

  • Resiliencia urbana en la CDMX: resistir no basta

    Resiliencia urbana en la CDMX: resistir no basta

    Introducción

    La Ciudad de México es, sin duda, un territorio de contrastes. Una metrópoli vibrante, creativa y profundamente resiliente, pero también fragmentada, desigual y cada vez más vulnerable ante los efectos del cambio climático, la presión urbana y las crisis sociales. En este escenario, la resiliencia urbana ha emergido como una necesidad urgente, no solo para sobrevivir a los desastres naturales o a las fallas del sistema, sino para imaginar y construir un futuro más justo y sostenible.

    Sin embargo, la pregunta clave sigue siendo: ¿hasta qué punto es realmente resiliente la capital del país? Y más aún: ¿esa resiliencia es equitativa o reproduce las desigualdades que históricamente han marcado su territorio?

    La resiliencia en un contexto de múltiples vulnerabilidades

    Hablar de resiliencia en la Ciudad de México es hablar de una ciudad asentada sobre una zona sísmica, con severos problemas hídricos, hundimientos diferenciales, contaminación ambiental y crecimiento urbano descontrolado. Es también hablar de una ciudad marcada por la desigualdad territorial, donde el acceso a servicios, espacios públicos, movilidad y vivienda de calidad varía drásticamente de una colonia a otra.

    Estas vulnerabilidades no son nuevas, pero se han intensificado con el tiempo y con el modelo de desarrollo que prioriza el beneficio inmobiliario sobre el bienestar colectivo. A pesar de ello, la ciudad ha demostrado una capacidad notable de resistencia y adaptación, particularmente desde la sociedad civil. Las respuestas comunitarias ante los sismos, la pandemia y las crisis de servicios son ejemplos tangibles de una resiliencia construida desde abajo, muchas veces sin apoyo institucional.

    Políticas públicas y avances institucionales

    En los últimos años, la Ciudad de México ha comenzado a integrar el enfoque de resiliencia en sus políticas públicas. Desde la creación de la Secretaría de Gestión Integral de Riesgos y Protección Civil hasta la incorporación a la Red de Ciudades Resilientes impulsada por la Fundación Rockefeller, se han trazado rutas institucionales para enfrentar riesgos y fortalecer la adaptación urbana.

    El Plan de Resiliencia de la CDMX (2016) propuso líneas de acción para enfrentar amenazas sísmicas, crisis de agua, movilidad ineficiente y fragmentación social. También se han implementado estrategias ambientales como los corredores verdes, el fomento a la cosecha de agua de lluvia y la transición hacia energías más limpias.

    No obstante, estos esfuerzos enfrentan importantes limitaciones, especialmente cuando se topan con intereses económicos, con estructuras de gobierno fragmentadas o con la falta de voluntad política para democratizar la planeación urbana.

    Desigualdades territoriales: el gran obstáculo

    Uno de los factores que más debilita la capacidad adaptativa de la CDMX es la desigualdad territorial. Mientras algunas zonas concentran inversión, infraestructura y servicios de alta calidad, otras sobreviven en condiciones precarias, con falta de agua, transporte público deficiente y vivienda insegura.

    Esta fragmentación territorial se traduce en una resiliencia desigual: no todas las personas tienen las mismas posibilidades de enfrentar una crisis, recuperarse de ella o participar en los procesos de reconstrucción. Los impactos del sismo de 2017 lo dejaron claro: los mayores daños y pérdidas humanas se concentraron en zonas populares con construcciones vulnerables y escasa supervisión técnica.

    En este contexto, no se puede hablar de resiliencia sin hablar de justicia espacial. La resiliencia debe dejar de ser entendida como una capacidad técnica o una meta aislada, y ser reconocida como un proceso profundamente político, atravesado por disputas sobre quién tiene derecho a la ciudad y en qué condiciones.

    Sociedad civil y capacidad de transformación

    Pese a los retos estructurales, la sociedad capitalina ha demostrado, una y otra vez, una enorme capacidad para organizarse, resistir y generar soluciones comunitarias. Las redes vecinales, los colectivos ambientales, las iniciativas de agricultura urbana y recuperación del espacio público son expresiones concretas de una resiliencia social que se construye desde el vínculo, la solidaridad y la creatividad cotidiana.

    Estos procesos, sin embargo, requieren ser reconocidos, apoyados y potenciados por las instituciones. No basta con que la gente resista; es necesario que tenga condiciones estructurales para vivir con dignidad y para participar activamente en la toma de decisiones que afectan su entorno.

    Conclusión

    La resiliencia urbana en la Ciudad de México no puede reducirse a protocolos de emergencia o a obras de infraestructura. Requiere repensar el modelo de ciudad, combatir las desigualdades históricas y garantizar una participación real de la ciudadanía en la construcción de soluciones.

    Enfrentar el cambio climático, los desastres naturales y las crisis sociales exige más que aguante: exige transformación. Porque resistir es vital, pero transformar es esencial.

  • El agua que sostiene la ciudad

    El agua que sostiene la ciudad

    Una mirada urgente a la crisis hídrica y al bosque que nos da de beber

    En la Ciudad de México, abrir la llave y que salga agua se ha vuelto casi un privilegio. Para muchas personas, ese gesto cotidiano está lejos de ser garantizado: hay quienes reciben el suministro solo un par de horas al día, otros esperan la pipa como si fuera un salvavidas. Vivir con sed en una ciudad moderna suena a contradicción, pero es una realidad para millones de habitantes.

    Esta no es una historia nueva. La capital se construyó sobre un lago, pero lo fuimos secando, encementando y olvidando. Hoy, esa decisión histórica nos pone frente a una paradoja: tenemos lluvias torrenciales, pero carecemos de agua en casa; contamos con presas, pozos y tuberías, pero el sistema pierde casi la mitad del recurso por fugas, corrupción o mal manejo. El agua está, pero no llega. ¿Cómo rompemos ese ciclo?

    Frente a este escenario, las soluciones aisladas ya no bastan. Necesitamos una mirada integral, que entienda al agua no solo como un recurso técnico, sino como un derecho humano, un bien común y un tejido que conecta territorio, naturaleza y comunidad.

    Desde el gobierno capitalino se han impulsado algunas respuestas en esa dirección: se creó la Secretaría de Gestión Integral del Agua (SEGIAGUA), se promueven tecnologías como captadores de lluvia, se están automatizando redes y se han hecho esfuerzos por atender fugas más rápido. Además, se trabaja en un plan de largo plazo que plantea cómo cuidar el agua pensando en los próximos 20 años, no solo en el siguiente temporal.

    Pero para que estas acciones tengan sentido, necesitamos hablar de un protagonista que pocos conocen y que, sin embargo, es esencial para que tengamos agua: el Bosque de Agua.

    Imagínate un gran pulmón verde que respira por nosotros. Así es el Bosque de Agua: una región que abarca partes de la Ciudad de México, el Estado de México y Morelos, con árboles, manantiales y suelos que funcionan como una esponja natural. Cada vez que llueve, este bosque capta el agua, la filtra y la envía al subsuelo. Gracias a eso, los acuíferos que abastecen a millones de personas pueden recargarse.

    Este bosque nos da alrededor del 70 % del agua que llega a la capital y otras zonas del centro del país. Y sin embargo, lo estamos perdiendo. En solo tres décadas, entre el 30 y el 40 % de su superficie ha desaparecido, devorada por la tala ilegal, los incendios, la urbanización desmedida o el cambio de uso de suelo.

    Mientras las autoridades debaten leyes, en el bosque hay comunidades que resisten, personas que cuidan los árboles, que limpian los manantiales, que siembran futuro. Son defensoras del agua y merecen ser escuchadas, respetadas y apoyadas.

    La crisis del agua no afecta a todas las personas por igual. Hay zonas donde el líquido llega diariamente, mientras otras deben almacenarlo en tambos o comprarlo a sobreprecio. Eso también es una forma de desigualdad. Y si no protegemos los ecosistemas como el Bosque de Agua, esa desigualdad crecerá.

    Por eso, se vuelve urgente proteger legalmente el bosque, reconocerlo como área natural protegida, reforzar su vigilancia y, sobre todo, incluir a las comunidades que lo habitan en la toma de decisiones. La política pública no puede hacerse desde el escritorio: necesita los pies en el territorio y los oídos abiertos a quienes lo viven.

    También necesitamos cambiar la forma en que nos relacionamos con el agua. No es un recurso infinito. No es solo un servicio. Es vida. Y cuidarla es un acto colectivo, no individual.

    La crisis del agua en la Ciudad de México es, también, una oportunidad. Una oportunidad para imaginar una ciudad diferente, más justa, más verde, más consciente. Donde el agua no sea un privilegio, sino un derecho. Donde los bosques no sean leña ni suelo para construir, sino fuentes de vida. Donde cada persona entienda que abrir la llave no es un acto aislado, sino el resultado de una cadena natural y social que empieza en la lluvia y termina en el vaso que bebemos.

    Cuidar el Bosque de Agua, mejorar nuestras redes, cambiar nuestros hábitos y apostar por políticas más humanas no son soluciones mágicas, pero sí son caminos posibles. Y esos caminos empiezan por reconocer algo simple pero poderoso: el agua que llega a nuestra casa viene del corazón del bosque. Y ese corazón late cada vez más débil. Nos toca cuidarlo. Por nosotros. Por los que vienen.

  • No es el clima, somos nosotros

    No es el clima, somos nosotros

    Cuando hablamos del cambio climático, solemos pensar en tormentas, sequías, incendios, olas de calor. Pensamos en la atmósfera, en los polos derritiéndose, en gases invisibles flotando en el aire. Pero rara vez pensamos en las personas. En quienes viven todo eso con el cuerpo. En quienes, sin haber provocado esta crisis, la sufren todos los días como una herida abierta.

    La verdad es que el cambio climático no afecta a todos por igual. Hay personas que pueden adaptarse, mudarse, invertir en paneles solares, comprar agua embotellada. Y hay otras —la mayoría en el sur del mundo, en los márgenes, en la periferia— que no tienen esa opción. Gente que no tiene con qué protegerse del calor, que pierde su cosecha, su casa, su tierra. Gente que se queda, literalmente, sin futuro.

    Lo que duele no es solo el clima. Duele la injusticia.

    Porque si uno observa con atención, se da cuenta de que el cambio climático es solo una parte del problema. Lo que realmente lo agrava es la desigualdad. Las brechas que ya existen entre ricos y pobres, entre mujeres y hombres, entre pueblos originarios y grandes corporaciones, entre el norte y el sur, se hacen más grandes cuando llega la tormenta. Y eso no es casualidad. Es el resultado de siglos de decisiones tomadas desde el poder, sin escuchar a quienes están abajo.

    Hay algo que se llama “interseccionalidad”. Es una palabra compleja, pero dice algo muy simple: que todos tenemos muchas identidades al mismo tiempo, y que eso cambia la forma en que vivimos las crisis. No es lo mismo ser una mujer blanca de clase media en una ciudad, que una mujer indígena en una zona rural. No es lo mismo ser joven que ser mayor. No es lo mismo vivir con una discapacidad, ser migrante o tener papeles. Todo eso importa. Todo eso hace que unos puedan protegerse mejor, y otros no.

    Y cuando hablamos del clima, eso importa todavía más.

    ¿Quién decide dónde se construye una planta solar? ¿Quién se beneficia del dinero de los “bonos verdes”? ¿Quién fue consultado cuando se hizo ese megaproyecto “ecológico” que terminó desplazando a una comunidad entera? A veces, las soluciones que se presentan como verdes, sostenibles, ecológicas… terminan siendo nuevas formas de despojo. Cambia el lenguaje, pero no cambia el fondo: los de siempre ganan, los de siempre pierden.

    Por eso, no basta con hablar de “transición energética” o de “economía baja en carbono”. Si no nos preguntamos quién decide, quién gana y quién pierde, estamos repitiendo los mismos errores. Necesitamos una justicia climática que no solo cuide al planeta, sino también a las personas. Una justicia que entienda que el clima y la desigualdad están entrelazados, que no hay futuro posible si seguimos dejando fuera a los mismos de siempre.

    Hay comunidades que ya lo entienden así. Mujeres que defienden el agua como quien defiende la vida. Jóvenes que levantan la voz desde barrios olvidados. Pueblos que protegen los bosques no por “mitigación”, sino por respeto. Esas luchas no aparecen en los informes de la ONU ni en los titulares de los periódicos, pero son las que están mostrando otro camino. Un camino en el que la justicia no es una palabra bonita, sino una práctica cotidiana.

    Andrea Rigon, un académico que ha trabajado con comunidades en distintas partes del mundo, insiste en esto: que no hay solución climática sin escuchar a quienes más saben, que suelen ser quienes menos han sido escuchados. Que la técnica sirve, pero no basta. Que el cambio tiene que ser también político, social, humano.

    Quizá eso sea lo más difícil de aceptar. Que el problema no está solo en los gases, ni en la atmósfera, ni en la ciencia. El problema está en nosotros. En cómo nos relacionamos con los demás, con la tierra, con la vida. En las prioridades que tenemos como sociedad. En lo que estamos dispuestos a cambiar y en lo que no.

    No se trata de culpas, sino de responsabilidades. De hacernos cargo. De entender que la justicia climática no es solo una meta: es una forma de mirar el mundo, de vivir, de cuidar, de reparar. Porque al final del día, el clima también somos nosotros. Y si no cambiamos nosotros, no va a cambiar nada.

  • Ciudad Circular: El nuevo rostro sustentable de la CDMX

    Ciudad Circular: El nuevo rostro sustentable de la CDMX

    Imagina una ciudad donde los residuos no son basura, sino recursos. Donde las cosas no se desechan a la primera falla, sino que se reparan, se transforman y vuelven a la vida útil. Esa visión —que hasta hace poco sonaba utópica— empieza a hacerse realidad en México, especialmente en la capital, donde la economía circular ha dejado de ser un discurso futurista para convertirse en política pública tangible.

    Pero ¿qué significa realmente hablar de economía circular? En palabras simples, se trata de cambiar la lógica de “usar y tirar” por una mentalidad regenerativa: aprovechar al máximo lo que ya tenemos, diseñar productos que duren más y reducir al mínimo los desechos. Es repensar nuestra forma de producir, consumir y convivir con el planeta.

    Este modelo no solo cuida el medio ambiente. También representa una oportunidad real para fortalecer nuestra economía, generar empleos verdes, reducir la dependencia de materias primas importadas y construir un futuro menos desigual. No es casualidad que cada vez más gobiernos estén abrazando esta visión, y la Ciudad de México ha decidido liderar el camino.

    Un cambio con raíces locales

    En la capital del país, la economía circular ya se está viviendo. Desde hace unos años, el Gobierno de la Ciudad de México y la Secretaría del Medio Ambiente (Sedema) han dado pasos firmes para cambiar el rumbo. Uno de los avances más importantes fue la creación de una ley específica que pone las reglas claras para empresas, industrias y ciudadanos: producir menos residuos, diseñar mejor los productos, y fomentar el reciclaje, la reparación y la reutilización.

    Y no es una ley simbólica. Ya ha comenzado a generar transformaciones visibles: adiós a los plásticos de un solo uso, impulso al reciclaje comunitario, nuevos esquemas para recolectar y aprovechar residuos de construcción, electrónicos y hasta orgánicos. Incluso, hay programas donde los ciudadanos pueden intercambiar residuos por alimentos, plantas o libros. Así, el reciclaje deja de ser una obligación y se convierte en un acto cotidiano con beneficios reales.

    Sedema: mucho más que una secretaría

    La Sedema ha jugado un papel clave. No solo ha diseñado políticas, sino que ha buscado integrar a todos los sectores: empresas, universidades, sociedad civil, cooperativas y ciudadanos de a pie. Se creó una Red de Economía Circular que funciona como una especie de laboratorio colectivo, donde se comparten ideas, se prueban soluciones y se generan alianzas concretas.

    Bajo esta visión, lo que antes era considerado un problema —como los residuos— empieza a verse como una oportunidad de negocio, de innovación y de mejora en la calidad de vida. Por ejemplo, se han fomentado emprendimientos que transforman ropa usada en nuevas prendas, materiales de construcción reciclados en mobiliario urbano, y hasta comida no vendida en ingredientes para compostaje urbano. Todo esto con una mirada social, ecológica y económica al mismo tiempo.

    Los retos todavía son grandes

    Claro, el camino no está libre de obstáculos. La infraestructura para reciclar sigue siendo insuficiente, muchas personas aún no separan sus residuos correctamente y el modelo económico tradicional, basado en el consumo desechable, sigue teniendo fuerza. Además, quienes trabajan informalmente en la recolección y reciclaje muchas veces lo hacen en condiciones precarias y sin reconocimiento.

    Pero el cambio ya está en marcha. Lo vemos cuando los mercados locales eliminan bolsas de plástico, cuando en las colonias se organizan para separar residuos o cuando en las escuelas los niños aprenden a compostar desde pequeños. Lo vemos también en los pequeños negocios que buscan empaques biodegradables o en las personas que deciden reparar en lugar de reemplazar.

    Una ciudad que inspira

    Lo que está sucediendo en la Ciudad de México es más que una serie de políticas públicas: es una transformación cultural. Una ciudad tan grande, tan compleja y tan desigual, está demostrando que sí es posible construir otra forma de convivir con el medio ambiente. Que se puede ser sustentable sin dejar de crecer. Que cuidar el planeta no es un lujo, sino una necesidad compartida.

    Y lo mejor es que este cambio se construye desde lo cotidiano. Desde cómo consumimos, desde lo que tiramos, desde lo que exigimos a nuestras autoridades y empresas. La economía circular, más que una política ambiental, es una nueva forma de entender la vida urbana. Más respetuosa, más solidaria, más responsable.

    Porque al final del día, no se trata solo de reciclar más. Se trata de vivir mejor. Y eso, en una ciudad como la nuestra, ya es mucho decir.

  • Ciencia con Poder: El nuevo corazón del desarrollo mexicano

    Ciencia con Poder: El nuevo corazón del desarrollo mexicano

    En un país donde históricamente la ciencia ha sido vista como un complemento y no como un eje del desarrollo nacional, la creación de la Secretaría de Ciencia, Humanidades, Tecnología e Innovación (SECIHTI) representa un giro de timón profundo y estructural. No se trata solamente de un cambio de nombre o de jerarquía administrativa. Es, en esencia, un intento por transformar la forma en que México se concibe a sí mismo en el siglo XXI: no sólo como un país de manufactura, sino como una nación capaz de generar conocimiento, aplicarlo y compartirlo con dignidad y justicia social.

    Este avance no es fortuito. Surge en un contexto donde la figura presidencial ha sido ocupada por una científica: Claudia Sheinbaum, física de formación, con trayectoria académica reconocida, asume las riendas de un Estado históricamente rezagado en materia de ciencia y tecnología. Su visión se refleja en la apuesta por hacer de la ciencia una política de Estado, y no una política sectorial. En este marco, elevar al otrora Conahcyt al rango de secretaría de Estado no solo otorga autonomía operativa, sino visibilidad, legitimidad y peso político en la agenda pública nacional.

    Ciencia, política y justicia social

    La SECIHTI nace con una misión compleja pero urgente: democratizar el conocimiento, reducir las brechas tecnológicas entre regiones y sectores, y posicionar a la ciencia no como privilegio de élites, sino como herramienta de transformación social. Esta visión rompe con una tradición tecnocrática que colocaba la investigación y el desarrollo en un plano alejado de las comunidades, de las culturas originarias, de los retos cotidianos.

    En palabras de su titular, la doctora Rosaura Ruiz, “la ciencia debe estar al servicio del pueblo”. Este enfoque humanista implica reconocer que las grandes innovaciones no pueden prosperar en una nación donde la desigualdad es estructural, y donde buena parte del talento mexicano se ve obligado a migrar, subemplearse o desistir por falta de oportunidades.

    El reto, entonces, no es solo producir más conocimiento, sino articularlo con las necesidades reales del país: salud pública, soberanía alimentaria, energías limpias, educación inclusiva, desarrollo urbano sustentable y mitigación del cambio climático. La SECIHTI, en este sentido, no es un fin, sino un instrumento para alcanzar otros fines más amplios y colectivos.

    Institucionalización de la ciencia: ¿una utopía posible?

    Desde su fundación en 1970, el Conacyt operó como el principal órgano de promoción científica en México. Sin embargo, durante décadas se enfrentó a obstáculos estructurales: presupuestos limitados, políticas inestables, una creciente burocratización y una desconexión con los sectores productivos y sociales. A pesar de ello, sembró una red de investigadores, becarios, centros públicos y posgrados que, aunque dispersos, constituyen hoy la base del nuevo sistema que se propone consolidar la SECIHTI.

    Su creación representa, entonces, una institucionalización más profunda del proyecto científico nacional, al equiparar su relevancia con otras carteras clave como salud, educación o economía. Esta jerarquía abre la posibilidad de una planificación transversal, donde las políticas de ciencia estén presentes en cada decisión de gobierno, desde la atención de emergencias climáticas hasta el desarrollo de industrias de vanguardia como los semiconductores, los satélites o los autos eléctricos.

    Pero esta institucionalización también exige rendición de cuentas, planeación técnica y sensibilidad política. No basta con tener el rango de secretaría: se necesita asegurar que las becas se entreguen a tiempo, que las convocatorias lleguen a todas las regiones, que el talento femenino, indígena, rural o migrante tenga espacio y voz en la agenda científica.

    Financiar el futuro: un reto que no se puede postergar

    Uno de los dilemas centrales es el presupuesto. Mientras que países como Corea del Sur o Alemania invierten más del 2 % del PIB en ciencia y tecnología, México apenas supera el 0.3 %. Este dato no solo evidencia una desventaja competitiva, sino una visión reducida sobre el potencial transformador de la ciencia. Sin recursos, la nueva secretaría corre el riesgo de convertirse en un símbolo sin capacidad operativa.

    El desarrollo científico no puede verse como gasto, sino como inversión. Cada peso invertido en investigación aplicada, salud pública, educación tecnológica o desarrollo energético tiene un retorno económico, social y ambiental. Invertir en ciencia es, en última instancia, invertir en soberanía, resiliencia y equidad.

    Hacia un modelo mexicano de ciencia con rostro humano

    La SECIHTI tiene una tarea monumental: construir un modelo mexicano de ciencia que no copie esquemas extranjeros, sino que responda a la diversidad y complejidad del país. Esto implica fomentar la innovación industrial, sí, pero también rescatar el conocimiento comunitario, las prácticas agroecológicas, las lenguas originarias y la relación ancestral con la naturaleza.

    Se trata de entender que la ciencia no es neutral: refleja prioridades, ideologías y formas de entender el mundo. Por eso, ponerla al centro del desarrollo nacional es también un acto político, profundamente ético, profundamente humano.

  • Digitalización con Derechos: Una Ruta Progresista para el Gobierno en América Latina

    Digitalización con Derechos: Una Ruta Progresista para el Gobierno en América Latina

    Introducción

    La transformación digital del Estado representa uno de los desafíos más significativos y urgentes del siglo XXI para las democracias latinoamericanas. Frente a contextos marcados por desigualdades históricas, burocracias ineficientes y desconfianza ciudadana, el gobierno digital aparece no como una solución tecnocrática aislada, sino como una oportunidad política para democratizar el acceso a derechos, ampliar la participación y fortalecer el papel del Estado como garante del bienestar colectivo.

    Desde una perspectiva progresista, el gobierno digital no debe centrarse únicamente en la automatización de trámites o la eficiencia institucional, sino en la creación de condiciones para una ciudadanía empoderada, informada y protegida en el entorno digital. La digitalización, entendida como política pública estructural, debe estar orientada por los principios de equidad, transparencia, inclusión y justicia social.

    Este texto analiza el avance del gobierno digital en América Latina con énfasis en el caso mexicano, destacando sus transformaciones institucionales, sus principales logros y los dilemas que enfrenta una agenda digital comprometida con los derechos humanos.

    América Latina: Tecnología para el Pueblo, no para el Mercado

    En América Latina, el proceso de digitalización ha sido desigual, pero avanza con un objetivo común: acercar el Estado a las personas. Iniciativas como identidades digitales universales, ventanillas únicas electrónicas y plataformas públicas de datos abiertos han permitido que millones de ciudadanos accedan a servicios antes inaccesibles. Este fenómeno responde a la necesidad de construir Estados más presentes, eficaces y sensibles ante las demandas sociales.

    Uruguay, Colombia, Chile y Perú destacan por sus avances en interoperabilidad institucional, ética de la inteligencia artificial, y diseño centrado en el ciudadano. Estos logros son el resultado de políticas públicas deliberadas que han entendido la tecnología como un bien común y no como una mercancía al servicio del lucro privado.

    Sin embargo, los desafíos persisten. Las brechas digitales reflejan las mismas desigualdades que estructuran nuestros territorios: acceso limitado en zonas rurales, analfabetismo digital en poblaciones marginadas, y escasa participación ciudadana en el diseño de estas políticas. Frente a ello, una visión progresista exige que la transformación digital se convierta en una palanca de redistribución del poder y del conocimiento.

    México: Avances institucionales para un Estado más justo

    México ha iniciado una reconfiguración profunda en su política digital. La creación de la Agencia de Transformación Digital y Telecomunicaciones (ATDT) en 2024 representa una apuesta por fortalecer la rectoría del Estado en temas estratégicos: telecomunicaciones, ciberseguridad, infraestructura tecnológica e identidad digital.

    Lejos de delegar estos asuntos al sector privado, el gobierno federal ha recuperado su capacidad de planeación, regulación y ejecución tecnológica. Este proceso se acompaña de una política de soberanía digital basada en el desarrollo de software público, la integración de bases de datos interoperables y la producción nacional de herramientas tecnológicas al servicio de la ciudadanía.

    En el centro de esta estrategia está Llave MX, una plataforma que busca consolidar la identidad digital de cada persona mexicana, permitiendo acceder a servicios de salud, educación, justicia y seguridad sin intermediarios ni exclusiones. Esta iniciativa, que forma parte de una visión de Estado social, apunta a eliminar barreras burocráticas y a reducir los costos del acceso a derechos fundamentales.

    Asimismo, la implementación de la CURP biométrica, prevista para generalizarse en 2026, constituye un paso más hacia la consolidación de una ciudadanía digital universal. Esta herramienta integrará elementos biométricos con altos estándares de seguridad y permitirá garantizar, de forma más efectiva, la identidad de millones de personas en procesos como el voto, la afiliación a programas sociales o el acceso a servicios financieros públicos.

    Derechos, participación y vigilancia: dilemas necesarios

    Pese a estos avances, es imprescindible subrayar que toda transformación digital conlleva riesgos. Desde una óptica progresista, la defensa de los derechos digitales debe ocupar un lugar central. La recopilación masiva de datos biométricos, el cruce automatizado de información y la centralización de plataformas deben estar sujetas a principios de transparencia, control democrático y garantías de no discriminación.

    La desaparición de organismos autónomos como el INAI ha generado legítimas preocupaciones sobre la protección de los datos personales. La vigilancia tecnológica sin contrapesos institucionales puede convertirse en una herramienta de control, silenciamiento o exclusión, especialmente en contextos autoritarios. Por ello, resulta imprescindible diseñar políticas de protección de datos que estén alineadas con los estándares internacionales y, al mismo tiempo, que respondan a las particularidades de nuestros contextos.

    Un gobierno digital desde la izquierda debe garantizar que los avances tecnológicos no reproduzcan desigualdades ni excluyan a los más vulnerables. Esto implica también fomentar procesos de participación ciudadana en el diseño, implementación y evaluación de las plataformas tecnológicas públicas, permitiendo que la sociedad civil, la academia y las comunidades organizadas tengan voz en la construcción del Estado digital.

    Conclusión: un Estado digital con vocación democrática

    La digitalización de la gestión pública no puede reducirse a un discurso de eficiencia o modernización administrativa. Desde una mirada progresista, el gobierno digital debe ser una herramienta para ampliar derechos, democratizar el acceso a los servicios públicos, y reducir las desigualdades estructurales que históricamente han limitado el desarrollo de nuestros pueblos.

    México, al igual que otros países de América Latina, se encuentra ante una oportunidad histórica: consolidar un Estado digital que no sea una copia tecnocrática del viejo aparato burocrático, sino una nueva forma de ejercer el poder público con justicia, participación e inclusión. Esto implica, necesariamente, gobernar la tecnología con principios democráticos, fortalecer la institucionalidad pública, y construir ciudadanía digital con enfoque de derechos.

    La digitalización con derechos no es solo un camino técnico, es una apuesta política por un futuro más justo.

  • Los gobiernos progresistas de América Latina frente al reto del cambio climático y la equidad social

    Los gobiernos progresistas de América Latina frente al reto del cambio climático y la equidad social

    La justicia climática no se reduce a una meta técnica de reducir emisiones o proteger bosques. En América Latina, representa una exigencia histórica: reconocer que el cambio climático no afecta a todos por igual. Las comunidades indígenas, afrodescendientes, campesinas, y en particular las mujeres rurales, han cargado durante décadas con los costos de un modelo de desarrollo que muchas veces las ha excluido y violentado. Por eso, hablar de justicia climática en nuestra región implica mucho más que hablar de medio ambiente; es hablar de derechos, de desigualdad, de dignidad.

    Uno de los pasos más importantes hacia este enfoque fue la firma del Acuerdo de Escazú, que entró en vigor en 2021. Este tratado busca garantizar el acceso a la información ambiental, la participación pública en decisiones y, de forma muy significativa, la protección de las personas defensoras del territorio y el medio ambiente. México lo ratificó en 2020, sumándose a otros países que buscan abrir caminos más democráticos y transparentes en la gobernanza ambiental.

    Gobiernos progresistas frente al desafío climático

    México: entre la voluntad social y el modelo extractivo

    En México, el gobierno de Andrés Manuel López Obrador apostó por políticas sociales con una narrativa transformadora. Programas como Sembrando Vida, que impulsó la reforestación y el empleo rural, fueron reconocidos incluso a nivel internacional. También se ampliaron las áreas naturales protegidas y se fortalecieron algunos sistemas de alerta temprana para enfrentar fenómenos extremos.

    Sin embargo, el mismo gobierno impulsó proyectos como el Tren Maya o la refinería de Dos Bocas, que generaron severas críticas por su impacto ambiental y social. Estas contradicciones reflejan los límites de un modelo que intenta, al mismo tiempo, aliviar la pobreza y mantener estructuras económicas dependientes de los combustibles fósiles.

    Con la llegada de Claudia Sheinbaum al poder en 2024, muchos observadores vieron una oportunidad para reconciliar el desarrollo con una agenda ambiental más ambiciosa. Su discurso inicial apuntó hacia un México más verde, con metas concretas para incrementar el uso de energías renovables y una postura más crítica hacia la expansión petrolera. No obstante, el respaldo institucional a empresas como Pemex y CFE continúa generando tensiones entre el discurso ambiental y la realidad económica del país.

    Argentina: la apuesta por la educación y la participación

    En Argentina, el enfoque ambiental progresista se ha apoyado en la educación y la participación. Dos leyes emblemáticas —la Ley Yolanda y la Ley de Educación Ambiental Integral— establecen la formación ambiental obligatoria para funcionarios públicos y el acceso transversal al conocimiento ambiental desde las escuelas. Este tipo de iniciativas reflejan un entendimiento profundo: la justicia climática no se impone desde arriba, se construye desde la conciencia ciudadana y el compromiso colectivo.

    Colombia, Chile, Brasil: esperanzas en disputa

    En Colombia, el gobierno de Gustavo Petro ha incorporado un discurso fuerte en defensa del medio ambiente y los derechos de las comunidades más afectadas por la crisis climática. Su propuesta de una transición energética justa ha sido bien recibida por sectores sociales, pero enfrenta resistencias estructurales y económicas difíciles de sortear.

    En Chile y Brasil, el progresismo también ha buscado posicionar la justicia climática como una prioridad. La ratificación del Acuerdo de Escazú, los planes de reforestación y la presión por una mayor equidad en el acceso al agua y la energía son señales de avance. Sin embargo, las tensiones entre la urgencia de financiamiento, la presión de las industrias extractivas y las expectativas de las bases sociales siguen siendo enormes.

    La sociedad civil marca el ritmo

    Mientras los gobiernos oscilan entre avances y contradicciones, la sociedad civil latinoamericana ha tomado un papel protagónico. De cara a la próxima Conferencia de las Partes (COP30), organizaciones de la región presentaron un llamado claro: exigir más ambición climática a los países desarrollados, pero también coherencia a los gobiernos propios. La transición energética, dicen, debe ser justa, inclusiva y basada en derechos. No puede construirse a costa de nuevos desplazamientos ni de falsas promesas verdes.

    Entre las principales demandas están el acceso real a financiamiento climático, la creación de empleos dignos, el reconocimiento a los pueblos originarios como actores clave, y la urgencia de abandonar progresivamente los combustibles fósiles. Esta visión, nacida desde abajo, es la que realmente está empujando una justicia climática con rostro humano.

    Desafíos de una justicia climática progresista

    Los gobiernos progresistas de la región enfrentan desafíos complejos. El primero es de coherencia: ¿cómo impulsar energías limpias sin debilitar las instituciones públicas que aún dependen del modelo extractivo? Otro reto es financiero: aún faltan mecanismos sólidos que permitan a gobiernos locales y comunidades acceder a fondos climáticos internacionales sin depender de intermediarios o grandes consultoras.

    Además, el modelo de desarrollo continúa anclado en la idea de explotar los recursos naturales como fuente principal de riqueza, lo que muchas veces contradice las promesas de sostenibilidad. Por último, la implementación efectiva del Acuerdo de Escazú sigue siendo una deuda. No basta con firmar tratados; hace falta voluntad política y estructura institucional para proteger, de verdad, a quienes defienden la vida y el territorio.

    Un camino en construcción

    La justicia climática en América Latina no es una meta lejana, sino un proceso en marcha, lleno de contradicciones, aprendizajes y esperanzas. Los gobiernos progresistas han avanzado en colocar este tema en el centro de la agenda pública, pero aún tienen mucho que demostrar. Mientras tanto, las comunidades, movimientos sociales y pueblos originarios continúan siendo los verdaderos guardianes de la vida en el continente.

    Solo si se escucha a quienes históricamente han sido silenciados, si se redistribuyen de manera justa los recursos y las responsabilidades, y si se pone la vida en el centro de las decisiones, podremos hablar, algún día, de una justicia climática verdadera. Una justicia que no sea solo ambiental, sino profundamente humana.