Por: Eduardo Blanco
México ha demostrado que el fútbol no solo pertenece a la cancha, también vive en las calles, en las plazas, y en el espíritu de su gente. En 1970 y 1986 el país fue el corazón del deporte: organizó la Copa Mundial de la FIFA y convirtió la pasión por el balón en una expresión de identidad nacional.
El México de 1970: la ilusión de un país que miraba al futuro

Corría el año 1970 y México vivía un momento de transformación de la mano de Gustavo Díaz Ordaz. El eco del movimiento estudiantil del 68 aún resonaba, pero el país buscaba mostrarse al mundo como una nación moderna, capaz de organizar un evento de talla global. Las calles de la Ciudad de México, Guadalajara, Monterrey y León se llenaron de colores, banderas y turistas, en los mercados se escuchaban conversaciones sobre Pelé, Beckenbauer y Jairzinho, mientras los vendedores colgaban posters de selecciones e innovaban repartiendo estampitas del álbum Panini, el cual era editado a color por por primera ocasión.
El país se mostraba optimista y con fe en el progreso. La televisión a color llegaba a los hogares, y con ella, el Mundial se convirtió en un espectáculo compartido por millones. El Estadio Azteca se erigía como símbolo de grandeza: un coloso donde se viviría “el partido del siglo”, Italia contra Alemania, y donde Brasil levantaría su tercera copa con Pelé despidiéndose como un rey.
Los mexicanos no solo fueron anfitriones, fueron testigos de un momento histórico que les enseñó que, aunque el país aún enfrentaba desigualdades, también podía brillar ante el mundo. Fue un mundial de ilusión, de modernidad y de orgullo nacional.
1986: cuando el fútbol devolvió la esperanza tras el desastre

Dieciséis años después, México volvió a vestirse de anfitrión, pero esta vez el contexto era distinto: del país aún lloraba la tragedia del terremoto de 1985, que dejó miles de muertos y una ciudad herida. Los escombros seguían visibles en algunos barrios de la capital y la economía apenas se recuperaba, sin embargo, cuando la FIFA anunció que México sería nuevamente sede tras la renuncia de Colombia algo cambió en el ánimo colectivo.
El Mundial de 1986 se convirtió en una inyección de esperanza, ya que en los meses previos a la inauguración los mexicanos demostraron una vez más su capacidad para levantarse. Voluntarios, trabajadores y aficionados pusieron manos a la obra para que los estadios estuvieran listos: el Azteca, símbolo de resistencia y orgullo, fue restaurado con rapidez.

En las calles, se respiraba una mezcla de nostalgia y alegría. Los niños jugaban descalzos gritando “¡Maradona!” en las banquetas, los puestos vendían banderas improvisadas, y los radios sonaban con jingles mundialistas que anunciaban la llegada de una nueva fiesta.
Cuando el balón rodó, el país entero se olvidó, aunque fuera por un mes, del dolor reciente. México vio brillar a Diego Armando Maradona con su “gol del siglo” y su famosa “mano de Dios”. En los televisores los mexicanos gritaban con la misma emoción el gol de Manuel Negrete, esa chilena perfecta que quedó grabada en la memoria colectiva.
Pocos saben que la mítica camiseta azul que Maradona usó ante Inglaterra en el Mundial de 1986 nació en el corazón de Tepito. La selección argentina, sin su uniforme alternativo, improvisó de último momento: el utilero Rubén Moschella consiguió en una tienda del barrio capitalino un lote de camisetas pirata, adaptadas a mano por trabajadoras del Club América, quienes cosieron escudos y números plateados de fútbol americano. Aquella prenda improvisada con ingenio mexicano alcanzaría la gloria junto a su dueño, y décadas después sería subastada por más de nueve millones de dólares.

A pesar del sismo, de la crisis y de las dificultades, el Mundial de 1986 fue un canto a la vida: fue la confirmación de que México podía renacer entre ruinas y convertir la tragedia en fiesta.
Dos mundiales, una misma esencia
El mundial de 1970 fue el del progreso; el de 1986, el de la resiliencia. Ambos demostraron que el pueblo mexicano vive el fútbol no solo como un deporte, sino como una forma de identidad y unión.

En 1970, México se abrió al mundo con optimismo; en 1986, le enseñó al mundo cómo se vuelve a sonreír después del dolor. Ambos torneros forjaron una relación inseparable entre el país y el balón; entre la historia y la esperanza.

Hoy, de cara al Mundial de 2026, México vuelve a prepararse para recibir al mundo. Sin embargo, en el ambiente no se percibe ilusión, no hay euforia, las calles no vibran de emoción. El país ha sido golpeado por la violencia y la apatía de los gobernantes y se percibe desinterés, como si los mexicanos ya no estuvieran dispuestos a tapar el sol con un dedo.

Los tiempos han cambiado, pero una cosa sigue igual: cuando el balón ruede, México volverá a convertir cada partido en una fiesta y el mundial en un reflejo de su espíritu indomable.

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