Categoría: Daniel Cervantes

  • Anarcoinmovilismo

    Anarcoinmovilismo

    Una de las principales críticas que históricamente se le ha hecho a la izquierda es su escaso pragmatismo para unirse frente a un enemigo común. Mientras la derecha (en la mayoría de los casos) ha logrado mantener un movimiento unitario, la izquierda se ha caracterizado por una fragmentación constante. Esta diferencia es fácil de entender si se considera el objetivo de lucha de cada bando: mientras la derecha siempre buscará la supervivencia de lo establecido (especialmente de la estructura de clases), la izquierda, por más “tibia” que sea, tenderá a cuestionar lo existente en nombre de una búsqueda constante por la justicia.

    Y es precisamente en esa “búsqueda por la justicia” donde se encuentra la principal problemática. La razón es sencilla: cada corriente tiene su propia definición de justicia y su propio ideal de sociedad. Así, mientras algunas vertientes de izquierda podrían aceptar la existencia de clases sociales siempre y cuando exista mayor justicia redistributiva, otras exigirán la abolición total del sistema capitalista. A su vez, algunas posiciones promueven la desaparición inmediata del Estado como forma de organización social.

    En esta maraña de visiones, cada grupo pretende imponer su idea de justicia desde el inicio del camino, lo cual hace casi imposible llegar a acuerdos sin que unos deban alinearse con otros. ¿Cómo podría ponerse de acuerdo un marxista, un anarquista y un socialdemócrata? El primero abogará por una revolución que desemboque en una dictadura del proletariado; el segundo también hablará de revolución, pero con el fin de abolir cualquier forma de autoridad estatal; mientras que el tercero optará por reformas pacíficas que mejoren las condiciones materiales de los trabajadores dentro del marco del sistema.

    Y es aquí donde planteo una pregunta al lector: ¿existen hoy condiciones reales para una revolución? Marx afirmaba que las revoluciones comenzarían en los países más desarrollados industrialmente, donde las contradicciones de clase y la extracción de plusvalor serían más evidentes. Sin embargo, la experiencia histórica ha demostrado lo contrario: Rusia, China, Cuba… Ninguno de esos procesos ocurrió en países industrialmente avanzados.

    Hoy vivimos en un mundo en el que los “socialismos reales” han caído (con honrosas excepciones que aún resisten como ejemplo de dignidad). Nuestras sociedades tienen memoria histórica, y en muchas de ellas no existen ni las condiciones materiales ni el deseo colectivo de emprender un proceso revolucionario.

    Esto no significa que la búsqueda del socialismo sea un despropósito. Lo que afirmo es que concebirlo como objetivo inmediato puede ser un error estratégico si no se parte de las condiciones concretas y de las verdaderas aspiraciones del pueblo. Es por eso que lanzo una segunda pregunta: en ausencia de condiciones revolucionarias, ¿vale la pena seguir priorizando la revolución socialista en el siglo XXI? ¿O acaso sería más sensato luchar, en lo inmediato, por beneficios tangibles para la clase trabajadora, sin perder de vista el horizonte utópico pero partiendo de dónde realmente estamos?

    Dentro de esta diversidad de la izquierda, el anarquismo representa quizá el punto de mayor ruptura con las demás corrientes. No solo rechaza el capitalismo como el marxismo lo hace, sino que también niega cualquier forma de autoridad, jerarquía o institucionalidad, lo cual lo vuelve profundamente heterogéneo respecto al resto del espectro izquierdista. Mientras otras corrientes pueden llegar a aceptar (aunque sea de forma estratégica) el uso del Estado como herramienta de transición o regulación, el anarquismo lo concibe como enemigo absoluto, lo que dificulta la articulación de una estrategia común. Esta postura radical, aunque ética en su rechazo a toda forma de opresión, muchas veces termina siendo una traba en el terreno práctico, pues convierte al anarquismo en una fuerza que, al negarse a todo compromiso táctico, rompe los frágiles puentes que podrían construir una izquierda unificada.

    La insuficiencia de una articulación táctica ha conducido a que muchos de los sectores de izquierda empiecen a quedar atrapados en interminables debates sobre la supuesta pureza ideológica, mientras el avance del capital sigue su curso al margen de cualquier resistencia estructurada. En el mejor de los casos, las discusiones giran entonces en torno a cómo salvaguardar los principios irreductibles de cada corriente ideológica, en vez de plantearse cómo podrían transformar en el corto o mediano plazo las condiciones materiales de vida. Esa actitud puede parecer coherente desde una lógica interna, pero no deja de ser funcional al sistema que explícitamente se busca combatir, ya que deroga cualquier posibilidad de acción conjunta.

    En este mismo marco aparece otra figura común: la del ultra que, desde la comodidad de la pureza ideológica, critica con vehemencia a toda izquierda que se atreve a gobernar, participar o ceder en algo para avanzar en reformas. Se trata de una postura que se refugia en la superioridad moral de la inacción, como si mantenerse al margen de todo proceso institucional fuera en sí mismo un acto revolucionario. Esta posición, que se dice radical, no solo se desentiende de las condiciones materiales y políticas de las mayorías, sino que termina por alimentar una narrativa de derrota permanente: todo lo que se hace está mal, toda participación es traición, y solo lo inmaculado —aunque esté fuera de la historia— merece respeto. Pero la política no se hace en el vacío ni desde la torre de marfil; se hace con contradicciones, con límites, y sobre todo con pueblo. Negarse a todo por mantenerse “coherente” puede ser cómodo, pero no transforma nada.

    Por eso el reto del siglo XXI no es el de dirimir debates estériles sobre quién es la verdadera izquierda, cuál corriente es capaz de mantener un mayor grado de coherencia ideológica, sino proponer un proyecto común que recupere las necesidades del presente, sin renunciar a un horizonte de transformación; no se trata, por tanto, de renunciar a los ideales, sino de comprender que estos solo parecen tener sentido cuando se mojan, es decir, cuando se encarnan en procesos concretos, en luchas reales, en victorias parciales que permitan abrir la puerta a cambios más profundos. La izquierda no puede seguir condenándose a sí misma a la irrelevancia a causa de su propio corsé.

    Pero tampoco hay que confundir esto con la entrega total al reformismo ni con la aceptación de que el sistema puede humanizarse del todo; se trata más bien de aceptar que, sin una buena organización táctica y sin una lectura realista del contexto, la utopía deja de ser horizonte y se convierte en una excusa para el no-accionar. Si ha de haber transformación social, no puede depender solo del deseo abstracto de unos pocos iluminados, sino de la capacidad de las mayorías para construir poder popular a partir de sus condiciones, desde donde están y hacia donde sueñan.

  • El nuevo gran garrote: Neocolonialismo del S. XXI

    El nuevo gran garrote: Neocolonialismo del S. XXI

    La historia demuestra que el imperialismo no desaparece, simplemente toma nuevas formas. En 1904, Theodore Roosevelt anunció la doctrina del “Gran Garrote”, defendiendo la intervención de Estados Unidos en América Latina con la idea de que el hemisferio debía estar bajo el control de Washington. Más de cien años después, Donald Trump parece decidido a reactivar esta política, creyendo que la única manera de “hacer a América grande” es imponiendo su voluntad sobre otros países.

    El plan trumpista de anexar Groenlandia, el declarar a los carteles mexicanos como terroristas y sus amenazas a Panamá para recuperar el canal, nos hacen remontarnos a la política exterior de los Estados Unidos durante los inicios del siglo pasado. Todo ello también parece ser una analogía del expansionismo estadounidense del S. XIX; en el caso de Groelandia, se trata de una estrategia geopolítica que busca asegurar el control estadounidense del Ártico frente a Rusia y China. Pero detrás del discurso de seguridad y desarrollo, se esconde la misma lógica que llevó a EUA a apropiarse de medio continente durante el siglo antepasado: El expansionismo disfrazado de necesidad histórica.

    El intervencionismo no se detiene ahí. Panamá, país que hace más de dos décadas recuperó la soberanía sobre su canal, vuelve a estar en la mira de Washington. La excusa esta vez es la injerencia china y el supuesto debilitamiento institucional del istmo. ¿El verdadero motivo? Asegurar el control sobre una de las rutas comerciales más importantes del mundo, porque para Trump y su séquito, la historia de América Latina es la de un patio trasero que debe mantenerse vigilado.

    El caso de México es aún más preocupante. La designación de los cárteles como organizaciones terroristas no solo allana el camino para una mayor injerencia estadounidense en territorio mexicano, sino que abre la puerta a operaciones militares unilaterales. Bajo la retórica de la “guerra contra el narcotráfico”, lo que realmente se pretende es justificar la intervención directa en suelo ajeno, sin importar la soberanía nacional.

    La historia ha evidenciado lo que sucede cuando Estados Unidos elige “establecer orden” en el mundo: golpes de estado, intervenciones militares, robo de recursos y generaciones enteras atrapadas en la violencia y la pobreza. El Gran Garrote nunca ha proporcionado estabilidad, únicamente control y sumisión.

    Hoy, ante este renovado imperialismo evidente, es crucial que los pueblos se expresen. Si la comunidad internacional permite que el garrote prevalezca sobre la ley y la autodeterminación, el mundo habrá retrocedido a una época donde la capacidad de un país se medía por su habilidad para dominar a otros.

    El periodo entre ambos grandes garrotes ha terminado. Durante décadas, Washington disfrazó su control bajo el manto de la “cooperación internacional”, financiando ONGs y medios opositores a través de la USAID, asegurando que gobiernos incómodos fueran debilitados sin necesidad de intervención militar. Pero en 2025, el imperio ha decidido que las sutilezas ya no son necesarias. La diplomacia es un trámite irrelevante cuando puedes apropiarte de Groenlandia por la fuerza, recuperar Panamá con el pretexto de la seguridad o designar terroristas en México para justificar operaciones unilaterales.

    El nuevo Gran Garrote no busca moldear gobiernos, sino imponer su dominio de manera directa. La USAID perdió prioridad porque Estados Unidos ya no necesita convencer a nadie: el mensaje es claro y brutal. Si un país no se alinea con los intereses de Washington, enfrentará sanciones, intervenciones o incluso ocupaciones. Este no es un regreso al siglo XX, sino un salto hacia una era de imperialismo descarado, donde la única ley que importa es la del más fuerte. 

    El siglo XXI no debe convertirse en el siglo del neocolonialismo estadounidense. Depende de nosotros evitarlo.

  • ¿Campo de exterminio? Narrativas en torno a Teuchitlán

    ¿Campo de exterminio? Narrativas en torno a Teuchitlán

    Lo hallado en Teuchitlán es un reflejo contundente de la crisis de seguridad que atravesamos. Los zapatos, cartas, mochilas y restos encontrados evidencian no solo la magnitud del problema, sino también la absoluta incapacidad de las autoridades para afrontarlo, en un contexto de violencia que persiste desde hace casi dos décadas.

    Estos hallazgos deberían impulsar a nuestros dirigentes a reflexionar y adoptar medidas más contundentes para reducir la incidencia de desapariciones y la violencia que azota al país. Asimismo, la oposición debería abordar estos sucesos con seriedad y respeto, exigiendo investigaciones eficientes y pidiendo garantías para que hechos como estos no se repitan.

    Sin embargo, la oposición y sus medios orgánicos han insistido en construir una narrativa que equipara los campos de exterminio de la Alemania nazi con el Rancho Izaguirre. Esta comparación no solo banaliza el Holocausto y otros genocidios, sino que también subestima la inteligencia del pueblo de México, al pretender imponer una visión distorsionada de la crisis de seguridad. En lugar de contribuir a un debate serio sobre las causas estructurales de la violencia, recurren a términos impactantes para alimentar su agenda política, desviando la atención de las responsabilidades históricas que ellos mismos han tenido en la descomposición del Estado y la impunidad.

    Esta versión irresponsable de los hechos ha servido como pretexto para que la prensa oficialista y el propio gobierno desplieguen una campaña contra la desinformación de la oposición, enfocando su narrativa en la defensa gubernamental y en desmentir los señalamientos adversarios. Sin embargo, este enfoque relega el problema central: la persistente crisis de seguridad y desapariciones en el país. En lugar de abrir un debate serio sobre las causas estructurales de la violencia y las estrategias para combatirla, el discurso se reduce a una pugna mediática que deja en segundo plano a las víctimas y la urgente necesidad de soluciones reales.

    Incluso se ha llegado al extremo de minimizar la desaparición de personas y la gravedad de los hechos, como lo hizo el presidente del Senado, Fernández Noroña, al reducir el hallazgo a un mero intento de golpeteo contra el gobierno. Su cuestionamiento “¿Son zapatos de desaparecidos?” no solo refleja una falta de sensibilidad ante la crisis de violencia y desapariciones que enfrenta el país, sino que también contribuye a la desconfianza en las denuncias y al descrédito de las víctimas. 

    En medio de esta disputa discursiva, el problema real ha quedado relegado. Mientras gobierno y oposición se enfrascan en una batalla mediática, las madres buscadoras continúan su labor en el olvido, enfrentándose a la indiferencia institucional y al peligro constante. Sus denuncias y su lucha diaria exponen la realidad que muchos intentan desviar: un país donde la impunidad sigue siendo la norma y donde la búsqueda de justicia recae, no en el Estado, sino en las propias víctimas. Es a ellas, y no a las estrategias políticas de ambos bandos, a quienes se debería escuchar con urgencia.

  • PARTIDO EMANADO DE LA REVOLUCIÓN (de conciencias)

    PARTIDO EMANADO DE LA REVOLUCIÓN (de conciencias)

    “El partido debe ser una escuela política, no una maquina electoral”

    Enrique Dussel 

    El principal cuestionamiento desde la izquierda hacia el partido gobernante en la pasada contienda electoral fue su “pragmatismo”, reflejado en la incorporación de figuras corruptas provenientes de la oposición. Con el tiempo, y especialmente tras la reforma judicial, esta práctica se volvió habitual, como lo demuestra el acercamiento de los Yunes a Morena.

    Desde entonces, el partido ha priorizado de manera evidente la victoria, ya sea en las urnas o en el Congreso, sin reparar en las implicaciones éticas de sus decisiones. Esto ha significado, en algunos casos, un agravio histórico para estados como Veracruz, con la inclusión de los Yunes, o Coahuila, con la candidatura de Armando Guadiana en las elecciones pasadas.

    Lo que en su momento surgió como un partido-movimiento con la intención de transformar los cimientos políticos de México y romper con las prácticas de las últimas décadas, se está convirtiendo, a paso acelerado, en una mera máquina electoral, emulando a nuestro gran partido de Estado del siglo pasado.

    Con el cambio de dirigencia en Morena y el inicio del nuevo sexenio, esfuerzos fundamentales como el Instituto Nacional de Formación Política (INFP) sufrieron severos recortes presupuestales y dejaron de ser una prioridad para el partido, esto para darle paso a proyectos politiquero/electoreros como juntar diez millones de afiliados.

    Ahora, aquellos a quienes el propio fundador del movimiento llamó “delincuentes de cuello blanco” en su libro 2018: La Salida, forman parte activa del partido y ocupan cargos clave que, en principio, deberían pertenecer a quienes realmente representan los principios del movimiento.

    Reformas fundamentales y ampliamente respaldadas, como la reducción de la jornada laboral a 40 horas y la reforma contra el nepotismo, han sido postergadas para no incomodar a ciertos aliados. En el primer caso, para congraciarse con el sector empresarial; en el segundo, para mantener la alianza con el Partido Verde. Todo ello, pese a la legitimidad y el respaldo popular que estas iniciativas tienen entre el pueblo mexicano.

    Y es que el fantasma del priismo nos persigue al punto de que todo esto ocurre tras un gobierno que, en muchos sentidos, buscó replicar el proyecto corporativista del PRI del siglo pasado, con un presidencialismo que intentaba mediar entre los distintos sectores sociales. El papel central que nuevamente asumió el gobierno, así como el respaldo clave del sector castrense, fueron elementos fundamentales para comprender también el inicio del movimiento como tal. 

    Otro ejemplo claro es la búsqueda de un Estado de bienestar, un paralelismo evidente entre los primeros gobiernos priistas y el inicio del proyecto de la Cuarta Transformación. En ambos casos, el Estado asumió un papel central en la economía y en la distribución de recursos, con el objetivo de reducir desigualdades y garantizar derechos sociales a las mayorías.

    El cambio buscado en los inicios del movimiento era una acción directa contra las políticas neoliberales de los últimos treinta años, lo que implicaba un regreso al Estado benefactor, un avance claro en términos sociales. Según el líder moral del movimiento, para que esto se lograra era necesaria una “revolución de conciencias”, lo cual significaba un proceso de transformación profunda en la mentalidad colectiva, orientado a que la sociedad reconociera y asumiera como prioridad el bienestar común por encima de los intereses individuales o de élites, generando así un cambio estructural en la forma de pensar y actuar políticamente.

    Sin embargo, tras el reciente cambio de prioridades en Morena, nos estamos acercando a la repetición vacía de la fantasmagórica frase “gobierno emanado de la revolución”, solo que ahora la “revolución” no es material, sino de conciencias. Esto hace que, si el sector popular no toma cartas en el asunto, estemos cayendo en una mera caricatura del siglo pasado, donde las promesas de transformación se diluyen en discursos vacíos sin un verdadero cambio estructural.

  • Nuevo Mundo

    Nuevo Mundo

    Si pudiéramos viajar en el tiempo y contarle a alguien de 2019 lo que ha ocurrido en los últimos cinco años, difícilmente nos creería. Tendríamos que decirle que una pandemia paralizó al mundo entero, que en Europa estalló una guerra de gran escala, que en Medio Oriente se desarrolla un genocidio ante los ojos del mundo y que el presidente de la mayor economía global busca ponerle fin mediante una limpieza étnica. La realidad ha superado cualquier predicción, mostrando un mundo más convulso y despiadado de lo que muchos imaginaron.

    Los acontecimientos no solo han transformado la política internacional, sino que también han cambiado la vida cotidiana de millones de personas. La pandemia reconfiguró nuestras nociones de trabajo, salud y control gubernamental; la guerra en Europa reavivó tensiones geopolíticas que parecían cosa del pasado; y la crisis en Medio Oriente ha dejado al descubierto la hipocresía de quienes se autoproclamaban defensores de los derechos humanos y las libertades.

    Todo ello nos hace mirar con añoranza el pasado, recordando la estabilidad aparente que ofreció el mundo unipolar de las últimas tres décadas. Sin embargo, también es posible que esta reconfiguración traiga consigo un cambio necesario. La emergencia de un mundo multipolar podría significar el fin de una hegemonía que impuso su voluntad sin contrapeso, dando paso a un equilibrio más justo entre las naciones. Aunque el proceso sea caótico y doloroso, quizás estemos presenciando el inicio de una nueva era en la que el poder ya no esté concentrado en unas pocas manos, sino distribuido entre distintos actores con la capacidad de desafiar el dominio absoluto.

    Sin embargo, este cambio también conlleva peligros, pues los poderes establecidos no cederán su posición sin resistencia. La historia nos ha mostrado que las grandes transiciones geopolíticas suelen ir acompañadas de conflictos, crisis económicas y estrategias desesperadas por mantener el control.

     La reacción de quienes ven amenazada su hegemonía podría derivar en más guerras, sanciones, intervenciones encubiertas e incluso el uso de tecnologías de vigilancia y represión para sofocar cualquier intento de reordenamiento global. El mundo multipolar no está garantizado; su construcción dependerá de la capacidad de las nuevas potencias para resistir la embestida de un sistema que se niega a desaparecer.

    En este contexto, el futuro sigue siendo incierto. Nos encontramos en un punto de inflexión donde el viejo orden lucha por mantenerse mientras surgen nuevas fuerzas que desafían su dominio. El desenlace dependerá de la capacidad de las naciones emergentes para consolidar su influencia, de la resistencia de los pueblos ante la opresión y de la forma en que los actores globales manejen las tensiones que inevitablemente se presentarán. Lo que es seguro es que el mundo que conocimos ya no volverá a ser el mismo. La pregunta ahora no es si el cambio llegará, sino quiénes lograrán imponerse en la nueva configuración del poder global y así terminar de concretar la aparición de este nuevo mundo. 

  • México, mar de izquierdismo

    México, mar de izquierdismo

    Con la postpandemia vino para el mundo una reconfiguración geopolítica, el mundo que conocíamos ya no lo es más y día a día los cambios se aceleran. La paz subjetiva que reinaba el mundo desde la caída del muro de Berlín, ahora se transforma en incertidumbre ante nuevas potencias que surgen y un imperio que ve morir su hegemonía. 

    Nuestro siglo XX parece, como he dicho en otras columnas, una copia fiel de lo sucedido hace cien años; hago énfasis en copia, ya que incluso los símbolos comienzan a verse repetidos; desde el saludo “romano” de los ultraconservadores en los Estados Unidos, hasta la creciente popularidad del AfD en Alemania, sin dejar atrás el genocidio que sucedió al apartheid en tierras palestinas. 

    En América Latina los movimientos con características fascistas también comienzan a emanar como resultado de los países que habían durado décadas en crisis. Argentina actualmente tiene como jefe de Estado a un personaje que toda su vida política ha defendido los intereses de  los grandes capitales internacionales en suelo sudamericano y, curiosamente, llegó al poder de un país con una de las reservas de litio mas grandes del mundo. 

    Sin embargo, en México nació una resistencia popular que ha impedido el ascenso de estos movimientos ultraconservadores. A diferencia de otras naciones latinoamericanas, donde la desesperación y el descontento han sido canalizados por liderazgos de extrema derecha, en México las mayorías han optado por un proyecto de transformación que prioriza la soberanía, el desarrollo social y la justicia histórica.

    Esto no significa que el país esté exento de amenazas. La oposición, debilitada y carente de un discurso propio, ha recurrido a estrategias desesperadas, desde la judicialización de la política hasta la promoción de narrativas de miedo y desinformación. A ello se suma la presión de actores externos que ven en México un territorio clave en la disputa geopolítica global, ya sea por sus recursos estratégicos o por su posición como vecino inmediato del país que aún se asume como líder del mundo occidental.

    En México la amenaza interna no es la del fascismo, en nuestro país tenemos como principal enemigo al fantasma del priismo que parece estar recorriendo los pasillos de las oficinas del que podría convertirse en un nuevo partido de estado. Sin embargo, este tema lo abordaré en la columna del siguiente miércoles. Por el momento podemos celebrar que somos una isla de izquierda en un mar de fascismo. 

  • Ya no necesitan a Ucrania

    Ya no necesitan a Ucrania

    El teatro de la guerra en Ucrania ha cumplido su función. No para los ucranianos, que han visto su país convertido en escombros, ni para los europeos, que han financiado con sacrificios una guerra que nunca fue suya. Ha sido un éxito, en cambio, para los verdaderos ganadores: los consorcios armamentísticos que llenaron sus bolsillos con cada misil lanzado, cada tanque destruido y cada recluta caído en el frente.

    Cuando las potencias pactan sin sus aliados menores, lo hacen porque ya no hay nada más que negociar. La reciente reunión entre Estados Unidos y Rusia para sentar las bases de una negociación futura sobre Ucrania es la confirmación de que los dividendos de la guerra han sido asegurados. El conflicto se prolongó hasta que el complejo militar-industrial extrajo cada dólar posible del erario público, hasta que las fábricas de armas operaron a plena capacidad y las reservas de los países europeos quedaron suficientemente diezmadas como para justificar nuevas compras a la industria estadounidense.

    No es casualidad que, tras años de enviar armamento, Washington ahora se muestre pragmático y dispuesto a la negociación. La razón es simple: el saqueo de Ucrania entra en su segunda fase. Con la destrucción asegurada y una deuda impagable acumulada, el siguiente paso es la reconstrucción, en la que las empresas occidentales se disputarán contratos millonarios para levantar lo que ellas mismas ayudaron a destruir. Recursos naturales, tierras agrícolas, infraestructura estratégica: todo está en juego y, como siempre, serán los grandes capitales los que se beneficien.

    Ucrania ya perdió la guerra mucho antes de que se reconozca oficialmente. No porque sus soldados no pelearan con valentía, sino porque fue utilizada como un peón en una partida donde el resultado estaba decidido de antemano. La nación que prometieron defender con discursos heroicos y sanciones económicas hoy queda reducida a una pieza de negociación entre los que realmente mueven los hilos. Estados Unidos no enviará tropas a su reconstrucción, pero sí enviará a sus corporaciones, sus bancos y sus fondos de inversión. Y cuando el polvo se asiente, los ucranianos encontrarán que su independencia ha sido canjeada por deuda y su soberanía por contratos leoninos.

    La historia se repite con una precisión quirúrgica: la guerra es rentable, pero la posguerra lo es aún más. Y en ese reparto, los pueblos siempre son los últimos en la fila.

  • Se encontró la dignidad

    Se encontró la dignidad

    El 27 de noviembre del año anterior publique en este mismo medio una columna en donde advertía la importancia que había en que “Nuestra presidenta debe mostrar una postura digna y donde establezca nuestros intereses (del pueblo) al momento de la renegociación de ese tratado; tiene que recordar en todo momento que ellos también dependen de nosotros. Dependen (sobre todo E.U.) de México no solo en lo económico, sino también en lo social”.

    A menos de un mes de la entrada del presidente Trump, México se encuentra en el centro de una ola de insultos e injurias provenientes del nuevo mandatario estadounidense. A pesar de que la renegociación del tratado aún no ha comenzado, las tensiones ya se han incrementado considerablemente. Sin embargo, la respuesta de nuestras autoridades, lideradas por la presidenta Claudia Sheinbaum, ha sido firme y digna, demostrando que México no se dejará doblegar ni por las provocaciones ni por los tiranos

    “A un arancel, vendrá otro en respuesta y así hasta que pongamos en riesgo empresas comunes” fue la primera de las respuestas que hizo nuestra presidenta ante la amenaza de aranceles. En esta, podemos observar como el gobierno de México no se achica frente a ningún otro gobierno extranjero; además, encontramos también una muestra enorme de soberanía nacional, así en el sector económico como también en cuanto a la diplomacia se refiere. 

    Este tipo de postura no solo responde a una necesidad de defensa de los intereses económicos y comerciales de México, sino que también se erige como un claro mensaje sobre nuestra independencia política. La presidenta Sheinbaum ha dejado claro que no estamos dispuestos a ser presionados ni manipulados por potencias extranjeras, y que las decisiones de nuestro país deben ser tomadas con base en las necesidades y el bienestar de la población mexicana, no bajo la amenaza de medidas punitivas. Esta firmeza no solo es una respuesta ante los ataques, sino también un recordatorio de que México, como nación soberana, tiene la capacidad de actuar con dignidad y fortalecer su posición en la arena internacional. Es un claro ejemplo de que, aunque enfrentemos desafíos, nuestra identidad y autonomía están por encima de cualquier intento de subordinación.

    Ahora bien, hace unos días el presidente de los Estados Unidos repitió que sí impondría aranceles a nuestro país, afirmación que exaltó a la derecha y prácticamente los hizo celebrar; sin embargo, tras una llamada entre los tres presidentes de Norteamérica, nuestra presidenta logró hacer que no se impongan dichas tarifas anunciadas. 

    Este logro no solo demuestra la habilidad diplomática de la presidenta Sheinbaum, sino también la fortaleza de México para negociar desde una posición de respeto y dignidad. Al evitar que se impongan los aranceles, se reafirma la importancia de nuestra nación en el contexto de Norteamérica, demostrando que no estamos dispuestos a ser tratados como una nación subordinada. La capacidad de México para enfrentar las amenazas económicas con respuestas firmes y estratégicas envía un mensaje claro a nivel internacional: nuestro país no es un actor pasivo ni una pieza de intercambio en los juegos de poder global.

    De esta forma, la postura de la presidenta no solo ha consolidado la soberanía nacional en el ámbito económico, sino que también ha dado un paso importante hacia el fortalecimiento de nuestra autonomía en la diplomacia global. Este tipo de decisiones no solo benefician a México, sino que también le dan una voz más fuerte en la región y en el mundo. La defensa de nuestros intereses, basados en la justicia social y económica, es el camino para que nuestro país continúe avanzando con dignidad, sin ceder ante las presiones externas.

  • La paradoja de la migración y Donald Trump

    La paradoja de la migración y Donald Trump

    Es imposible entender el ascenso de Estados Unidos como potencia mundial sin reconocer el papel central de los inmigrantes en su desarrollo. Desde sus inicios, la construcción de su sociedad y economía ha sido impulsada por olas migratorias que trajeron consigo fuerza de trabajo, innovación y diversidad cultural.

    El arribo masivo de irlandeses e italianos, entre otros grupos, en las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX, es un ejemplo clave. Estos inmigrantes llenaron los espacios de una economía en expansión, trabajando en fábricas, minas, ferrocarriles y otras industrias que eran la base del desarrollo industrial estadounidense. Su aportación no solo fue laboral: trajeron tradiciones culturales y políticas que influyeron en la formación de comunidades y, eventualmente, en su política nacional.

    El trabajo de los inmigrantes europeos fue fundamental para construir el poderío estadounidense que conocemos hoy. Estos grupos trajeron consigo mano de obra, habilidades y una determinación forjada en condiciones adversas, lo que resultó crucial para el desarrollo industrial, económico y social de la nación.

    El famoso lema “tierra de la libertad” contrastaba con el viejo mundo al ofrecer una promesa de oportunidades para quienes llegaban a suelo estadounidense. En Europa, muchos enfrentaban persecución, pobreza y la rigidez de jerarquías sociales que limitaban su movilidad. En cambio, Estados Unidos proyectaba la imagen de un lugar donde era posible empezar de nuevo, ascender socialmente y garantizar un futuro mejor para las siguientes generaciones. Y, esa es la base tangible de lo que significan (de una forma romantizada) los Estados Unidos.

    En una etapa más contemporánea, la fuerza laboral inmigrante en Estados Unidos ha cambiado: los europeos de antaño han sido reemplazados en gran medida por inmigrantes latinoamericanos, principalmente mexicanos. Así como en su momento los irlandeses, italianos y otros europeos construyeron la base industrial del país, hoy son los trabajadores latinoamericanos quienes sostienen sectores fundamentales de la economía estadounidense.

    La agricultura, la construcción, el servicio doméstico, la manufactura y la industria de alimentos dependen en gran medida del esfuerzo de estos migrantes. Son ellos quienes cultivan y cosechan los alimentos que abastecen a la nación, quienes levantan los edificios de las grandes ciudades y quienes realizan los trabajos esenciales que muchos ciudadanos estadounidenses no están dispuestos a desempeñar. Sin su presencia, la economía estadounidense colapsaría en diversas áreas.

    Donald Trump, descendiente de inmigrantes europeos, representa la paradoja de una nación que se construyó gracias al trabajo de los migrantes, pero que ahora los criminaliza. Su discurso y políticas antiinmigrantes ignoran el papel fundamental que los trabajadores latinoamericanos desempeñan en la economía de Estados Unidos, repitiendo la misma retórica de exclusión que en su momento enfrentaron los europeos que hoy son considerados “americanos de bien”.

    La familia de Trump proviene de Alemania, y su abuelo, Friedrich Trump, llegó a Estados Unidos en busca de oportunidades, al igual que los millones de inmigrantes mexicanos y latinoamericanos que hoy sostienen sectores esenciales de la economía. Sin embargo, mientras los europeos fueron eventualmente integrados en el tejido social estadounidense, los latinos enfrentan una barrera de discriminación, persecución y discursos de odio promovidos por figuras como Trump.

    Es profundamente paradójico. Donald Trump, cuyo linaje está vinculado a la migración europea que ayudó a forjar el Estados Unidos industrial y globalmente hegemónico, ha sido uno de los mayores críticos de los inmigrantes contemporáneos, especialmente de los latinoamericanos. Este contraste evidencia una doble moral histórica: mientras los inmigrantes europeos del pasado fueron gradualmente aceptados e incluso celebrados, los migrantes actuales enfrentan criminalización y rechazo, a pesar de desempeñar un papel igualmente vital en la economía y la sociedad.

    La paradoja radica en cómo Trump, como descendiente directo de una familia inmigrante, ha adoptado políticas y discursos que niegan a otros el mismo sueño de oportunidades que permitió a sus ancestros prosperar. Su narrativa antiinmigrante no solo ignora la historia de su propio linaje, sino que también niega la realidad de que el sistema económico estadounidense depende, en gran medida, del trabajo de aquellos a quienes demoniza.

  • Partido Nacional Teslista

    Partido Nacional Teslista

    Tenemos hoy en día un mundo marcado por la crisis; crisis en lo ambiental, político, económico, social e incluso en lo ético. Este periodo comenzó con el lento pero continuo colapso del sistema económico neoliberal y la crisis en la hegemonía de los Estados Unidos. 

    Es actualmente más vigente que nunca la afirmación del pensador italiano Antonio Gramsci, “en el claroscuro surgen los monstruos”. Y, es que en lo que termina de morir el sistema depredador ultra capitalista neoliberal, aún muestra resistencia en algunos de los gobiernos del mundo; pasa lo mismo con la caída de la hegemonía imperial estadounidense, país en el que podemos apreciar claras muestras de dicha crisis. 

    Ahora es importante mencionar que la cara más visible del colapso neoliberal es el libertarismo (que no es más que otro nombre del neoliberalismo); mientras que el movimiento representante del colapso “gringo” es el trumpismo. El trumpismo rompe con este clásico discurso librecambista del siglo XX y principios del XXI para comenzar con un proteccionismo y nacionalismo de papel.

    Me es interesante como es que ambos movimientos reaccionarios (nacidos de la resistencia del sistema moribundo) son también representados por el hombre más rico del mundo: Elon Musk. Su discurso y acciones parecen sintetizar dos aspectos clave del sistema neoliberal y su crisis: el fetichismo tecnológico y la concentración de poder económico en manos de unos pocos. Al mismo tiempo, su cercanía con movimientos como el trumpismo revela una profunda contradicción: mientras Musk representa al capitalismo globalizado con sus empresas como Tesla y SpaceX y maneja este discurso fuera de su país (como en Argentina), también coquetea con un proteccionismo nacionalista que va en contra de las bases del neoliberalismo clásico.

    Otro aspecto relevante de esta contradicción es cómo Musk encarna la figura del “salvador tecnológico” que promete soluciones a problemas globales mientras perpetúa las mismas dinámicas extractivistas y desiguales del sistema que pretende superar. Su apuesta por tecnologías como los vehículos eléctricos o la exploración espacial se presenta como una respuesta al colapso ambiental y a la necesidad de expandir los límites de la humanidad, pero estas iniciativas están profundamente enraizadas en una lógica de acumulación capitalista que prioriza el lucro sobre el bienestar colectivo.

    Asimismo, la figura de Elon Musk ejemplifica cómo los grandes capitalistas logran adaptarse y prosperar en medio de las crisis, apropiándose del discurso del cambio y la innovación mientras perpetúan las dinámicas que alimentan estas mismas crisis. Su capacidad para moldear narrativas ya sea como un visionario que busca “salvar al mundo” le han servido para posicionarse dentro del ámbito empresarial de Estados Unidos y la política de su país. 

    Bajo esta lógica, Elon Musk no solo opera como un empresario, sino como un arquitecto de ideologías que legitiman la continuidad del sistema neoliberal en su etapa más crítica. Sus proyectos y discursos apelan a una visión de futuro individualista y tecnocrática, en la que el progreso se entiende como el triunfo de las élites innovadoras sobre las masas dependientes del Estado.

    Bajo el reflector de las controversias recientes, el gesto que muchos interpretaron como un saludo nazi durante la toma de posesión de Trump en 2025 refuerza la conexión de Elon Musk con el trumpismo y su carga simbólica. Al mismo tiempo que hace explicita la frase del Gramsci citada con antelación. 

    Y es precisamente en este contexto de crisis y polarización que figuras como Elon Musk encuentran su terreno más fértil, navegando entre contradicciones ideológicas y utilizando su imagen para perpetuar la confusión. Su capacidad para moverse entre el libertarismo radical y el nacionalismo de papel del trumpismo refleja cómo los restos del sistema neoliberal buscan sobrevivir adaptándose a nuevas narrativas. Sin embargo, estos movimientos no ofrecen soluciones reales a las crisis actuales, sino que profundizan las desigualdades y tensiones que amenazan con desbordar el sistema. Así, Musk se convierte en un símbolo de la decadencia de una era que aún no encuentra su reemplazo.