Administrar no es gobernar

No fue una sorpresa, pero sí fue una herida. La segunda vuelta presidencial en Chile no se perdió por una ola conservadora repentina, sino por algo más silencioso y más doloroso: la desconexión entre la izquierda gobernante y la gente que alguna vez confió en ella. La derrota de Jeannette Jara no cayó del cielo; se fue construyendo, día a día, en la distancia entre el discurso y la vida cotidiana.

Durante la campaña, se habló mucho de estabilidad y muy poco de urgencias. Mientras el país real seguía contando pesos, esperando horas en el sistema de salud o lidiando con la precariedad, la izquierda eligió la prudencia como lenguaje. Pero la prudencia sin convicción no tranquiliza; enfría. Y en política, el frío se traduce en abstención.

La tibieza no fue un accidente, fue una decisión. Se evitó confrontar, se suavizaron las promesas y se apostó a que el miedo a la derecha bastaría para movilizar. No bastó. Mucha gente no se fue con la derecha: simplemente dejó de ir a votar. No porque no le importara, sino porque dejó de sentirse parte del proyecto.

Gabriel Boric acompañó, sí, pero desde la distancia. Su apoyo fue institucional, correcto, casi administrativo. Faltó calle, faltó cuerpo, faltó ese gesto político que recuerda por qué se llegó al gobierno: para cambiar las cosas, no sólo para gestionarlas mejor.

Jeannette Jara no perdió sola. Perdió una izquierda que confundió responsabilidad con renuncia y diálogo con silencio. En ese vacío, la derecha avanzó sin necesidad de convencer demasiado.

Chile no giró bruscamente a la derecha. Lo que ocurrió fue más grave: la izquierda dejó de ofrecer una promesa clara de futuro. Y cuando un proyecto político deja de emocionar, deja de existir como opción real de poder.La lección es incómoda pero necesaria: la izquierda no pierde cuando incomoda, pierde cuando se vuelve irreconocible para su propia gente.

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