México se encuentra en un punto de inflexión en materia de seguridad. Durante años, la narrativa estuvo dominada por cifras crecientes de violencia y una percepción ciudadana que parecía condenada a la desconfianza. Hoy, sin embargo, las encuestas de victimización y los reportes oficiales dibujan un escenario distinto: delitos de alto impacto como el homicidio doloso muestran señales de contención, el feminicidio se estabiliza y el secuestro deja de crecer con la fuerza que antes lo caracterizaba. En paralelo, mexicanas y mexicanos reconocen mejoras en lo más cercano a su vida diaria: calles mejor iluminadas, patrullajes más frecuentes y parques o canchas que vuelven a ser espacios de encuentro. Estos avances, aunque frágiles, confirman que la estrategia actual ha logrado mover la aguja y colocarnos en una coyuntura decisiva.
Los datos de los últimos dos años muestran que la prevalencia delictiva alcanzó uno de sus niveles más bajos en una década, con poco más de 24 mil víctimas por cada 100 mil habitantes. La incidencia, que mide la cantidad total de delitos, se mantiene estable, en contraste con los picos que solían desbordar cualquier intento de control. Más aún, el promedio diario de homicidios descendió más de 30% en 2025 respecto al año previo, logrando el agosto menos violento en este rubro desde 2015. Son hechos que no pueden explicarse solo como coyunturas, sino como resultado de una estrategia que empieza a rendir frutos.
No obstante, la seguridad no se define únicamente por los números de carpetas abiertas o las estadísticas nacionales. Se construye, sobre todo, en la vida cotidiana. La ciudadanía percibe con claridad cuando hay más vigilancia en su colonia, cuando el alumbrado funciona o cuando se recupera un espacio que antes estaba abandonado. Estos elementos, aparentemente simples, generan confianza y devuelven un sentido de pertenencia. La seguridad se vuelve real cuando la gente puede caminar de noche sin el mismo temor de antes, cuando las familias usan de nuevo los parques o cuando el patrullaje cercano manda la señal de que el Estado acompaña.
El gran reto, sin embargo, sigue siendo la cifra negra. Más del 90% de los delitos cometidos en el país no se denuncian o no se investigan. Esta omisión erosiona la confianza ciudadana y limita la capacidad institucional para responder de manera efectiva. Denunciar sigue percibiéndose como una pérdida de tiempo, con trámites largos, resultados inciertos y un retorno casi nulo para la víctima. La consecuencia es evidente: mientras la mayoría de los delitos quede en la sombra, la percepción de inseguridad difícilmente cambiará, por más que algunos indicadores muestren mejoría. La cifra negra es, por tanto, no solo un problema estadístico, sino un desafío político y social que requiere atención prioritaria.
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